Rogamos por los niños
que lo embarran todo de chocolate,
que quieren que se les haga cosquillas,
que chapotean en los charcos y salpican y se manchan los pantalones,
que comen helado a escondidas antes de la cena,
que borran hasta el papel en sus problemas de aritmética,
que nunca encuentran sus zapatos.
Y rogamos por los
que se quedan mirando a los fotógrafos detrás de las cercas de alambre,
que nunca han jugado en una cancha con unos tenis nuevos,
que oyen a otros niños cantar: «Los pollitos dicen: "Pío,
pío, pío"»,
y se identifican con los pollitos que tienen hambre y tienen frío;
que nacen en lugares donde nadie debiera ni morir;
que nunca van al circo,
que viven en un mundo adecuado sólo para adultos.
Y rogamos por los
que tienen pesadillas de día y no sólo de noche,
que comen cualquier cosa,
que nunca han sido atendidos por un dentista,
que no son los niños mimados de nadie,
que se acuestan con hambre y lloran hasta dormirse,
que viven y se mueven, pero que es como si no existieran.
Rogamos por los niños
que quieren que alguien los cargue,
y por los que necesitan ser cargados;
por aquellos en quienes nunca perdemos la esperanza,
y por los que no tienen nada que esperar
ni a nadie que los espere;
por los que colmamos de atenciones,
y por los que se aferran a cualquiera que les tienda la mano.
Esta conmovedora plegaria al Todopoderoso, escrita originalmente en inglés por Ina Hughes, nos recuerda el refrán que dice: «Quien a los niños no amó, no diga que quiere a Dios.» El que no ama a los niños ni siquiera conoce a Dios, porque Dios es amor. Más vale que no sólo roguemos sino que actuemos en favor de los niños necesitados de nuestro mundo. Todo lo que hacemos por ellos, lo hacemos por Dios mismo.