Agrio y altivo el rencor bate sus alas sobre la tierra con su séquito de destrucción, ambicioso e incontenible penetrando en las masas humanas, invitándolas a contraer compromisos con la desgracia y el odio.
Es semejante a un complicado maremoto endiablado muy familiar a la revolución, donde las ideas son recriminadas en el profundo del cerebro, fuerzas violentas sitiando las cavilaciones de la mente, donde la prudencia cae herida de muerte, fuera de todo salvamento, atrapada por los convenidos temores.
La vitalidad de la maldad hace de su lógica el músculo de la voluntad unánime. Sondearemos con malicia el supuesto origen de este arte dañino.
Algunos piensan que está afincado en las raíces de los malos hábitos hogareños, otros les asignan una buena dosis de compromiso a las actividades formativas escolásticas, otro a la Iglesia responsable de las asignaciones ante los inminentes peligros de la vida, también es posible que radique en el despacho de nuestros primeros padres del Paraíso, sin derecho a retornar.
A todo esto, le añado una de carácter capital, la disgregación del hogar crea rencor, el rencor es una incapacidad del ánimo, propia del inadaptado que lo mira todo con desagrado.
Estamos pendientes de la resistencia del frágil hilo de pabilo sobre la garganta del abismo, pidiendo la salvación que tarda en llegar. El rencor y el despecho viajan en el mismo auto, hacia la tenebrosa soledad del abismo.
Es igual al sombrío castigo como el de las aguas del mar con sus comportamientos eternamente atormentadas, tristemente iluminadas por la vasta reverberación crepuscular. Siempre he pensado que si todos fuéramos felices, no habría espacio para el fatal aborrecimiento que nos causa daños irreparables. Rencor, línea tóxica que destroza con su veneno las paredes de los vasos por donde circulan, impulsada del energético corazón de mutaciones vacilantes.