Si bien en la Constitución Nacional, el Estado reconoce una mayoría de población que profesa la religió católica apostólica romana, también es cierto que esa misma Carta Magna sienta las bases de la libertad de culto, y por ende, nos da a entender que en este país hay que aprender a vivir en armonía con otros compatriotas que no comparten nuestra forma de relacionarnos con la divinidad.
Actualmente en el país se está viviendo un fenómeno migratorio muy parecido al que comenzó a darse hace un siglo, cuando arrancó la construcción del Canal de Panamá.
Ese flujo de personas trae musulmanes, judíos, hindúes, evangélicos, budistas y de muchas otras religiones. La gran mayoría de los inmigrantes que llegan a este o cualquier otro país, lo hacen con la única intención de trabajar duro y vivir tranquilamente.
Por eso, es lamentable cuando escuchamos a nacionales hablar despectivamente de personas de otras religiones, deningrándolos o tratándolos de bichos raros.
Lo que no saben muchas veces es que en muchas ocasiones, esas mismas personas emigran huyendo de la intolerancia religiosa o étnica que sufren en sus respectivos lugares de origen.
Son personas que aman su tierra, pero que las condiciones en las que se encontraban allá hacían imposible seguir viviendo ahí. Son personas que creen en lo suyo, pero que, viviendo aquí, están dispuestos a tolerar la vida, la religión y las costumbres de quienes son diferentes a ellos; porque saben las consecuencias de la intransigencia y el extremismo.
De Panamá siempre se ha dicho que es "un crisol de razas", pero también de religiones, de tradiciones diversas y de costumbres. Eso nos ha hecho especiales desde hace siglos, y es lamentable que algunos no sean capaces de ver la realidad más allá de sus propias narices.