En Panamá, al parecer, todo impera a partir de construcciones.
Incierto, maléfico o quizás benéfico destino, yo no lo sé. Lo cierto es el eco que seguirá repitiéndose, y nos ha definido y nos seguirá definiendo como nación desde la construcción del Canal de Panamá y, produciendo la asombrosa inmigración de obreros desde las cuatro esquinas del mundo (a falta de mano de obra en el Panamá del 1900), nos hizo contradictorios por antonomasia, una abuela china-negra llevando a su nieta rubia en brazos, es per se propio de nuestro acervo visual, quizás sin entender mucho lo mágico del hecho.
Lo cierto es que "caminar por las calles de Panamá es como caminar en varios países al unísono", como me dijo una vez Maira, una amiga mexicana.
Construir es deconstruirnos, me abruma lo rápido que crece mi calle, ya no pude ver jamás el pequeño edificio de balcones verdes que tanto me gustaba, le han construido uno al frente. Desarrollo, sí... pero a veces a costa de enterrar nuestro vínculo con lo que somos.
Líneas paralelas que siguen hacia el horizonte con la esperanza de encontrarse, sin saber que eso nunca sucederá. Así estamos, tratando de correr escondiéndonos de nosotros mismos, tratando de ser otros.
Y parece ser que nuestra ventaja de ser un país de tránsito también es... nuestra desdicha.