La fiesta de bodas había sido de lo más hermosa y alegre que se podía pedir, con cientos de invitados, comida, bebida, bailes y música alegres, y Salvatore Nappo y Ana Nina como los felicísimos novios. Y en medio de vítores, aplausos y buenos augurios y deseos de felicidad por parte de la concurrencia en pleno, los recién casados partieron hacia su luna de miel.
Cuatro días más tarde todo terminaba en un bosque solitario. Ana Nina yacía en el suelo, con cuatro tiros en el pecho, y su esposo, Salvatore, empuñaba aún la pistola con la que le había dado muerte.
Cuando la policía detuvo al esposo asesino, Salvatore explicó que había descubierto que su esposa no era virgen, y por eso, para lavar su honor manchado, le había dado muerte al cuarto día de la luna de miel. Sin embargo, cuando los médicos forenses hicieron la autopsia del cadáver, descubrieron la verdad: la joven sí había sido virgen al casarse, y todo había sido un horrible error del celoso marido. Ana Nina era inocente.
Esta dolorosa tragedia de la inocente joven esposa encierra una verdad espiritual. La muerte revela la verdad de todas las vidas. Hay personas que pasan por ser muy dignas y decentes: mujeres que llevan honra sin merecerla, hombres que parecen grandes caballeros sin serlo. La muerte los mostrará tal cual son.
Hay también mujeres que arrastran durante toda su vida una mala fama que no merecen, y llevan una mancha que es injusta. Así mismo hay hombres que soportan una culpa que no es suya, y llevan un mal nombre sin haber hecho nada malo. Así es de falsa, equívoca y traidora esta vida que se lleva bajo el sol.
No obstante, la muerte es la gran justiciera y la gran reveladora de todas las verdades. Cuando una persona se presenta ante Dios desnuda como salió del vientre de su madre, entonces es que ha llegado la hora de la verdad para ella.
Lo cierto es que nadie puede justificarse a sí mismo ante el Juez eterno. Sólo Cristo puede justificarnos, porque sólo Él derramó en el Calvario la preciosa sangre que redime, salva y justifica.