Cuando entra personal nuevo a una empresa, casi siempre llega perdido; y no por ignorancia, falta de estudios o de interés. Siempre hay que acostumbrarse al ambiente de trabajo, al estilo del trabajo y a la velocidad en que se tienen que cumplir las tareas. El proceso de adaptación para cualquier persona toma tiempo.
Es por esto que recae en sus jefes la responsabilidad (y en menor grado en sus compañeros) de darles toda la información y orientación para que los nuevos se pongan a tono lo más rápido posible, porque el tiempo es dinero.
Pero desgraciadamente, esto no se cumple en algunos ambientes de trabajo, donde por el desgano característico de muchos empleados, el personal nuevo queda desamparado.
Se necesita de un trabajador joven extremadamente entusiasta y con una poderosa iniciativa para no dejarse avasallar por la dejadez, la mediocridad, la envidia y la mismísima malicia que abunda en muchas de nuestras oficinas. Al mismo tiempo, necesitan tener unos principios y valores verdaderamente inquebrantables que los mantengan alejados de la corrupción.
Y por último, necesitan suerte. Y la necesitan porque los malos trabajadores -esos que forman gavillas y grupúsculos bochinchosos y conspiradores- ven con desconfianza al talento nuevo.
Bajo su mediocre y egocéntrico punto de vista, los jóvenes son una competencia que si llega a destacarse, podría sacar a flote sus propias deficiencias, esas que se habían mantenido ocultas mientras no había nadie alrededor que hiciera su trabajo eficientemente. Por ello dejan a su suerte a los nuevos trabajadores; o peor aún, les hacen una zancadilla para ver si se caen.
Los buenos trabajadores, esos que trabajan en equipo, tienen que salir al paso y ayudar a los diamantes en bruto, para que puedan brillar y echar para adelante la empresa y a los empleados.