La liturgia de la Palabra de este día nos recuerda una verdad fundamental: Dios siempre viene a nuestro encuentro, nos visita de múltiples maneras, aunque nosotros no sepamos descubrirlo ni apreciarlo. Debemos hacernos conscientes de la presencia divina en nuestra vida, y corresponderle siguiendo sus orientaciones y designios
La presencia de Jesús vence el miedo.
Los discípulos, tomando a Jesús por un fantasma, se llenan de miedo y angustia, que se sumaba a la preocupación y temor por la impetuosidad de los vientos contrarios. Jesús se acerca a ellos caminando sobre el agua, es decir, demostrando su soberanía cósmica, para invitarlos a la confianza. En un primer momento de valentía, Pedro pide ir a su encuentro caminando también sobre el agua, pero sintiendo la adversidad del tiempo vuelve a sentir miedo y empieza a hundirse, hasta que Jesús lo levanta, reprochándole su falta de fe.
La presencia de Jesús en la barca trae finalmente la paz y la calma, que les permite a los discípulos adorarlo y confesarlo como el Hijo de Dios.
Este es el drama de toda la humanidad y de la vida de cada uno de nosotros: somos barcas frágiles, sacudidas por la tormentas de las prueba y dificultades, que nos llenan de temor y angustia. Sólo si reconocemos y acogemos la presencia de Jesús en nuestra existencia, podremos recobrar la serenidad y la paz. Lo importante es creer en aquella fe y confianza en Él que nos lleve a gritarle, como Pedro: "Señor, ¡sálvanos!", y luego poderlo confesar como el Hijo de Dios, el único Salvador.