Jessica Carr cumplía siete años de edad, y el ambiente reflejaba la alegría de la ocasión. Había globos y dulces y matracas y payasos y regalos y risas, especialmente risas y alegría. Todo era tal como se puede esperar en una fiesta para una niña que cumple siete años.
De pronto, Cameron Cocher, un niñito de nueve años, disparó, de adentro de su bolsillo, una pistola de pequeño calibre, y la bala penetró el corazón de Jessica. Toda la alegría se tornó, de un segundo a otro, en tragedia, y la bella Jessica murió en los brazos de su madre.
Tres familias quedaron destrozadas: la familia de Jessica, la de Cameron y la que prestó su casa para la fiesta. Lo cierto es que el caso conmovió a todo el pueblo de Kunkletown, Pennsylvania. Fue el caso más ilógico que se pudiera imaginar. Nadie se explicaba cómo esto pudo haber ocurrido.
¿Qué fue lo que sucedió allí? ¿Cómo es que a un niño con esas inclinaciones lo invitaran a la fiesta? Otras preguntas también invaden el cerebro de uno: ¿Qué hacia un niño de nueve años cargando una pistola? ¿De dónde le vino la idea de matar a Jessica?
Cuando es un adulto el que perpetra un crimen así, se entiende que dentro de su corazón han bullido la amargura y el resentimiento por quién sabe cuánto tiempo. ¿Pero cuánta amargura pudo haberse acumulado en el corazón de un niñito que apenas comenzaba a vivir?
Algo hay que decir aquí. Hay demasiada violencia en muchos hogares. La crónica del caso no dice nada acerca del hogar de Cameron Cocher, pero no hay que forzar mucho la imaginación para llegar a la conclusión que algo en el ambiente del hogar de ese niño influyó en su trágico comportamiento.
Esto nos lleva a preguntarnos cómo es el ambiente en nuestro propio hogar. ¿Hay peleas constantes? ¿Escuchan nuestros hijos gritos e insultos entre sus padres? ¿Ven nuestros hijos actos de violencia física entre familia?
El hogar es el único refugio que tienen los niños. Es también su primera iglesia y su primera escuela. Cuando el hogar es un campo de batalla, suceden tragedias como la de Cameron Cocher. Nuestros hijos necesitan un ambiente de prudencia, de amor y de fe, y nosotros somos los responsables de proveerles ese ambiente. Dios quiere ayudarnos. No tenemos que hacer más que darle entrada a nuestro hogar para que lo haga.