Cuando escuchó una voz que le dijo que Dios no hacía milagros con los borrachos, se resignó para siempre y abandonó los regaños por las lágrimas y se dedicó a defenderlo de cuanto cristiano lo criticase.
Entonces, todas las madrugadas después de la señal de la cruz, caminaba hacia el fogón para ver si él, había probado algo del plato dejado al rescoldo de una de las piedras. Al principio ella dormía menos que un celador esperándole, y cuando esto ocurría, levantaba las manos al cielo mientras él, engullía y devoraba con el mismo desgarbo y tenacidad que un perro callejero.
Cada plato que quedaba, significaba una mañana intensa de pesquisas en la búsqueda del maestro borracho El sueño, el sol, la lluvia ni los perros, eran impedimento para que unos pasos lentos y cariñosos expusieran su frágil y cansada figura al húmedo sopor de nuestro clima.
Querida por todos, llegó el momento en que se sintió acompañada por un puñado de amigas y promeseras de la capilla, quienes le propiciaban menos doloroso el angustioso camino.
Cuando menos se los esperaba, aparecía el maestro, ¡carajo Borracho, pero allí estaba su hijo de cuerpo entero: Pestilente, sucio y vuelto mierda, era él! En la fugaz emoción que duraba el abrazo los perros daban suaves latigazos con sus rabos. Ella se desprendía para calentarle comida.
El arrugaba la cara cristalizada por el guaro y sin palabras, desaparecía nuevamente. Una linda mañana de esas que poco apreciamos, ella notó que los perros le saludaban desde abajo, sin salir de su asombro, giró su carita hacia la derecha y descubrió entre lo profundo de un barbecho al maestro, tomando tragos como un trastornado con los amigos de siempre.
Y nuevamente se escuchó la voz diciéndole esta vez: Dios no hace milagros con los borrachos, descansa en paz viejita.