Últimamente - por mis deberes administrativos en la redacción del periódico- me metí en el callejón sin salida de una misión macabra: Registro las noticias ya publicadas en un sistema de cómputo que, al apretar uno de los botones grises de mi máquina me permite saber, entre otros hechos horribles, cuántos acribillados a tiros hemos enterrado en la ciudad capital, para luego elaborar unas listas nauseabundas que se usan como materia prima de nuestras crudas tablas estadísticas.
Como siempre en mis rutinas, me atrasé. La montañita de periódicos creció indolente en mi escritorio principal, mientras las semanas iban pasando. Cada día lo dejaba para mañana, y me entretenía en otros tintibajos del oficio: Que si los cronogramas por aquí; las reuniones de planificación y evaluación por allá; entrevistas, lecturas de investigación, o por esa simple y transparente frescura, que hace de esta profesión de pobres, la más sabrosa del mundo.
Pero el relajo no podía demorar mucho. Así que el martes pasado me senté frente a la pantalla de la computadora, y con la torre de periódicos viejos a un lado, empecé. Para mi mala suerte, el fin de semana anterior seis personas habían muerto a balazos, sin contar los cadáveres por accidentes de tránsito y por suicidios que días antes abarrotaron las morgues del país.
En otras páginas, ya casi amarillas, leí que un anciano con más de setenta años había intentado violar a su biznieta, y los datos de muchas otras víctimas de maltrato sexual estaban regados a lo largo de kilómetros de papel periódico junto a mí.
Me expuse a todo: Robos, arrestos por estafa, incendios que dejaron a gente sin hogar, mentiras y más mentiras de políticos, la caída a pedazos de la economía nacional, escándalos por narcotráfico o por las llanas torpezas administrativas del gobierno; las barbaridades que se suceden en el mundo entero, y que la prensa extranjera registra en un rosario interminable y frío, como si fueran juegos de pelota; todo pasó frente a mis ojos, cual procesión funesta, y me emboscó una depresión pavorosa.
Entonces me dije que el mundo -¡Mi mundo!- había cambiado tanto. Ya no era el mismo laboratorio de efectos especiales que conocí siendo niño. Hasta el aire ha dejado de oler igual. Uno se levanta en las mañanas, y no está ahí el tintineo de las carretillas empujadas por mercachifles de barrio que gritan a voz en cuello "¡naranjas por botellas!".
No está en su sitio el vendedor de los raspados más ricos de la Tierra. No huele a pan fresco ni a chicha de marañón. La ciudad ya no es el apacible cuarto de juegos de otros años, cuando la condición de vecino se equiparaba con el parentesco. Hoy todos hemos adquirido la anómala categoría de "sospechosos".
Recuerdo las tardes en el barrio, las carreras en monopatín, las niñas lindas -candorosamente pícaras y acosadoras - las tardes de domingo en el parque, y el tono familiar que rodeaba la vida.
Nada de eso está ahí ahora. Intento crear algo parecido para mis hijos, pero me quedo corto, desarmado. A veces me parece imposible competir con el ejército de cucos que los rodea.
Y si pienso que las notas del periódico son apenas una muestra de la enorme bola de pus que es el mundo, me aterro más y llego a creer que pierdo el tiempo inventando risas, donde impera la mueca, el insulto y la canalla. Desde ese día, trato de registrar las notas día por día, para morirme a plazos y no de tajo. |