"En el año de 1924 me retiré del servicio activo de mi país para trasladarme a los Estados Unidos y terminar mi carrera de ingeniero -narra un ex presidente latinoamericano-. En la clase de cálculo integral en la Universidad teníamos un profesor norteamericano, por cierto muy competente, pero a quien no le caían bien los hispanos.
"Al día siguiente me presenté pocos minutos antes de iniciarse la clase y le dije al profesor: "He resuelto el problema que usted nos explicó ayer, y he obtenido el resultado que dice el libro. Tal vez la equivocación esté en un cambio de signos, en esta parte." Él comprendió inmediatamente el error. Empezó la clase. Era la costumbre que a medida que pasaban la lista, cada estudiante iba diciendo el número de problemas que había resuelto. Muchos de los alumnos habían dicho cinco, porque habían copiado exactamente. El profesor se sorprendió con la respuesta de cuatro que le di yo porque sabía que yo tenía los cinco problemas resueltos. Comprendió la intención con que yo había negado la verdad o me había abstenido de decir los cinco problemas, salió al tablero y explicó la equivocación. Este pequeño detalle sirvió para que ese profesor, que tanto odiaba al elemento latino, de ahí en adelante fuera un gran amigo de los latinoamericanos."
Esta anécdota personal de uno de nuestros presidentes del siglo veinte ilustra una de las diferencias más marcadas entre la cultura anglosajona y la latinoamericana. La anglosajona se preocupa poco por evitar que quede mal una persona, mientras que la nuestra, en aras de hacer quedar bien a una persona, no se preocupa por decir toda la verdad. En un mundo en que a las diferencias culturales se suman los prejuicios raciales, y que éstos se repiten de una manera cíclica en nuestra historia, debiera llamarnos la atención el que Dios, el Creador de todas las razas, jamás ha hecho, ni está haciendo en nuestra época, distinción entre personas. No tiene favoritos; más bien, nos ama y nos estima a todos por igual. San Pablo declara que ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos somos uno solo en Cristo Jesús. A Dios gracias que ahora que los avances en la comunicación global nos unen a los seres humanos como nunca antes, ese mensaje del siglo primero sigue siendo tan vigente como nunca.
Jesucristo siempre ha sido "un gran amigo de los latinoamericanos", pero quiere también ser nuestro hermano. Para que esto suceda, sólo tenemos que hacernos hijos adoptivos del mismo Padre celestial.