No cabe la menor duda de que en el lío del transporte público urbano, no hay por donde agarrarlo, porque es más fácil arroparse con el subsidio a la gasolina que meterle cabeza a una solución definitiva.
Tampoco es este un simple malestar que se cura con una acetaminofén de siete centavos, sino un resfriado mal curado que no arranca catarro ni con aceite de coco y requiere de una larga estancia en cama.
Lo que hoy está sucediendo en ese sector es consecuencia de la postergación de una solución a un mal que, como siempre, nadie atendió porque aquejaba a la gente de a pie.
¿Quién tiene la razón en ese laberinto de acusaciones y contraacusaciones? Ninguno, ni el Gobierno ni los transportistas. Ambos se pasaron veinte años tirándose la pelota el uno al otro, hasta que vino el aumento de la gasolina y acabó de enredar las cosas.
Cuando se comenzó a sentir los primeros bandazos de una crisis, los propietarios de autobuses satanizaron a los choferes, como si estos, para ponerse al volante de un autobús no tuviesen la autorización del dueño de la "máquina".
Y cuando ya no hubo a quien echarle la culpa, el asunto se dividió entre Canatra y anticanatra, organización ésta que nunca supimos los usuarios del servicio, para qué servía, salvo para que sus dirigentes, gordos y bien comidos, fueran a la televisión a decir cuatro mentiras.
A estas alturas, el juego sigue empatado y nadie sabe cómo terminará.
Mientras eso ocurre, el pasajero, ese convidado de piedra , que ha cargado siempre sobre sus hombros tanta improvisación, mira el desarrollo de los acontecimientos desde afuera, a la espera de que haya un acuerdo definitivo.
Y ojalá sea pronto, ya que los diablos rojos están ardiendo.
