Jesucristo es nuestra paz. El vino a traer paz y reconciliación donde hay conflicto y rivalidad; a derribar los muros del odio que nos separan de nuestros hermanos. En Cristo no existen diferencias ni divisiones entre esclavos y libres, judíos y griegos, hombres y mujeres, por un lugar en la sociedad. Todos somos uno en Cristo Jesús y Él es nuestra paz. Dios nos creó para vivir en paz y armonía, para la comunicación y la comunión como hermanos. Desde el principio, el ser humano fue creado por Dios para vivir en armonía. Pero Adán y Eva quisieron ser como dioses, cayeron en el pecado de soberbia y nos apartaron del corazón de Dios.
Según el Antiguo Testamento, la madre del pecado es la soberbia o querer ser como dios. La soberbia engendra pugnas y rivalidades que producen violencia. Este terrible pecado lleva a sentir envidia, celos y a cometer actos, algunas veces, atroces. La violencia tiene muchas facetas y todas, al final, conducen a lo mismo: destruir a otra persona.
Hay muchas clases de violencia. Es tan violento el hombre que golpea a la mujer, como el que no le habla ni le da cariño; tan violenta la madre que golpea al hijo, como la que no le da amor; tan violento el chiquillo que es malcriado con su padre y su madre, como aquel que no les habla.
Nacemos para la paz, pero vivimos situaciones anormales por el pecado. La violencia que existe en el mundo por guerras y crímenes es impresionante.
Si el ser humano cae en el pecado de soberbia, las pasiones, que deben ser pulidas por el espíritu, se descontrolan y generan sentimientos tan tristes y dolorosos como el odio y la razón se deja controlar por el instinto de agresividad.
El termómetro que mide la presencia de Jesús en el hogar es la medida de paz que exista. Jesús no está donde hay peleas, pugnas, encontronazos, rivalidades, gritos, maltrato y otros tipos de violencia. En cambio, la presencia de Jesús, el Señor, trae paz, reconciliación, armonía, dominio de sí mismo, control emocional y amor. Lo contrario de la violencia es la paz; de la soberbia, la humildad; del orgullo, el reconocimiento que uno es sólo creación de Dios, no un dios. Dios tiene que entrar y habitar en sus hogares, porque Jesucristo es la paz y vino a romper los muros que nos dividen. Busquemos la paz en nuestros hogares para que Jesús esté siempre presente porque con Él somos, ¡INVENCIBLES!