La madre había trabajado arduamente toda la quincena, haciendo comida y lavando ropa para la familia de turistas en la sencilla casa de cuartos de Las Medinas, en El Valle de Antón, hace más de cuarenta años. Iba a recibir su paga pronto y hablando con sus hijos le preguntó qué querían que les comprara. Los chiquillos dijeron varias cosas pero resaltó la voz del más pequeño:
"Yo quiero un huevito para mi solito". Mi madre logró escuchar la angustiada petición y casi se le rompe el corazón. Ella dio dinero extra para que el niño tuviera más de "un huevito para él solito:
Cada vez que voy a un supermercado y veo ofertas de docenas de huevos a menos de un balboa, viene a mi mente ese acontecimiento. Años atrás quise saber qué había sido del niño que quería comerse todo un huevo. Lo único que supe fue que se hizo chofer de transporte. Ya debe ser una persona madura.
Los huevos (o "posturas de gallinas" como decían algunas beatas en El Valle), han tenido en mi vida incidentes curiosos. Recién comenzaba a trabajar decidí visitar el pueblito colombiano donde nació mi padre. Allí conocí a uno de sus primos. Era un hombre "echa'o pa'lante", machista hasta más no poder.
Contando sus aventuras en la selva, me dijo que había sobrevivido una vez comiendo huevos crudos. Como si estuviera haciendo teatro, mandó a buscar huevos, rompió uno por arriba y abajo, con pequeños huecos y se lo sorbió todo, sin pestañear.
Luego, mirándome (el pariente "firi-firi" de la ciudad), me retó a hacer lo mismo. Yo no podía dejar mal a los machos panameños. Así que "haciendo de tripas corazón", me empujé el grasoso y pegajoso huevo. Han pasado casi cuarenta años de eso y todavía siento a veces correr por mi garganta esa sustancia.
En otra ocasión, ya profesional de la Sociología, hacía encuestas en los campos de Panamá sobre nutrición. Me llamó la atención que los campesinos tuvieran pocas gallinas y casi no consumieran huevos.
Haciéndome el importante y sabelotodo, le conté lo alimenticio que eran los huevos y lo fácil de conseguirlos. Los campesinos me echaron un rosario de excusas para no tener gallinas en sus patios. Que las zorras se las comían; que algunos vecinos sinvergüenzas se las llevaban para sus ranchos, que no había comida para las aves, que no había sitio dónde guardarlas en la noche, etc.
Algo molesto por las excusas les conté de mi tío Vicente Lapadula (q.e.p.d.), quien en la casona paterna de Parque Lefevre criaba gallinas. Uno o dos gallos y cinco o diez gallinas llenaban de huevos nuestro hogar, y había carne para los sancochos.
Las zorras se perseguían con los perros y los robos estando alerta. Pero los campesinos seguían buscando nuevos "peros" para no tener suficientes gallinas y huevos en sus hogares (la comida no es cara, se la buscan por el patio las aves, donde abundan los grillos y bichos).
Por allí he sabido que el panameño no consume tantos huevos como los norteamericanos, por ejemplo. Es más circula la idea que "lo amarillo" del huevo es perjudicial para la salud, si se come varias veces a la semana. Cuando me entero de la desnutrición que afecta a miles de niños, pienso que "un huevito para mi solito" sería la solución. |