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Ni el saber ni el tener

Hermano Pablo | Reverendo

El hombre se acomodó en el lecho lo mejor que pudo. Sus fuerzas lo abandonaban. Su cuerpo se hallaba cada vez más débil. Libraba la última batalla, esa que siempre se pierde. Era un hombre repleto de inteligencia, de filosofía. Y sin embargo, murió, porque está establecido que todos los hombres mueran. Su nombre: Aldous Huxley.

Otro hombre se acomodó en su lecho lo mejor que pudo. Las fuerzas lo abandonaban de igual modo a él, que también libraba la última batalla. Era un hombre muy adinerado. Y sin embargo, murió, porque está establecido que todos los hombres mueran. Su nombre: Aristóteles Onassis.

Lo cierto es que la muerte llega a todos los seres de este mundo, ya sean los más ricos, los más inteligentes y los más poderosos, o los más pobres, los más iletrados y más impotentes. La Biblia dice: «No hay quien tenga poder sobre el aliento de vida, como para retenerlo, ni hay quien tenga poder sobre el día de su muerte. No hay licencias durante la batalla, ni la maldad deja libre al malvado» (Eclesiastés 8:8).

Huxley y Onassis descollaron en la misma época. Uno acumuló inmenso saber; el otro, inmensa fortuna. Pero ambos tuvieron que dar el salto en el vacío. Sólo Dios sabe si habrán tomado en cuenta la vida eterna.

¿Quién tiene el poder sobre el problema de la vida y de la muerte? La filosofía de Huxley no lo tenía. El dinero de Onassis tampoco lo tenía. Sólo la Biblia tiene la respuesta al dilema de la muerte. Se encuentra en el Evangelio de Jesucristo.

La vida no se compra, ni con toda la filosofía ni con toda la riqueza del mundo. La vida eterna se recibe gratuitamente. Cristo dijo: «El que cree tiene vida eterna» (Juan 6:47). También dijo: «Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán» (Juan 10:27, 28).

La fe en Cristo nos asegura esa vida después de la muerte. El estar vivo espiritualmente y tener a Cristo en lo profundo del alma aseguran la victoria absoluta en ese momento final. Los que recibimos a Cristo como nuestro Salvador no sólo vivimos mil veces mejor en esta vida, sino que también aseguramos nuestro lugar en la vida eterna. Esa es la oferta de Dios. Esa es su promesa divina para cada uno de nosotros.



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