Bien se dice que si uno tiene un arma de fuego, tarde o temprano terminará usándola. Y si se trata de un menor de edad en las barriadas humildes de Panamá y otros lugares de Latinoamérica, las armas de fuego han pasado a ser el reemplazo de los juguetes.
En cualquier esquina estamos viendo actos de violencia extrema con y sin motivos. Ya sea en la tienda del chino para robar, en las esquinas oscuras de los barrios para enfrentarse a los "enemigos", o a plena luz del día porque "tal tipo me cayó mal", muchos de niños están dejando tras de ellos una pila de cadáveres, y al mismo tiempo labrándose un futuro negro a punta de plomazos.
Es que en una sociedad en la que la marginación se hace cada vez mayor, en la juventud está afincándose con más fuerza la percepción de que hay que quitarle a los demás para conseguir lo propio, y que la violencia es la única forma para conseguirlo. Del mismo modo, el respeto y el prestigio en el barrio se consigue siendo no solo el más vivo, sino el más temido. Aquí es donde entran las armas.
La ley del revólver, que regía en el viejo oeste, ha vuelto, pero no en las pantallas de las películas viejas, sino en nuestras propias barriadas. Y ya no son los vaqueros los que disparan. Ahora las detonaciones las hacen niños de 15 y 16 años, quienes aprendieron de la vida de la gente menos indicada, en vez de sus padres y sus maestros.
¿Como se compone una sociedad cuando sus valores están tan distorsionados? Habría que tener la voluntad política para dar un giro social a las prioridades de los gobiernos, y diseñar y desarrollar planes de inclusión social que les den a los jóvenes las oportunidades que hoy en día no hay en los guetos. También se requeriría de una reforma educativa y una reforma moral. Lo que sí es claro, es que tal vez la descomposición social total de los panameños podría estar tan cerca como una generación más. Cuando los niños comiencen con regularidad a apuntar las armas contra sus propios padres, sabremos que ya es demasiado tarde.