La llamada de emergencia llegó a medianoche. A un hombre en la lejana isla de Campbell al sur de Nueva Zelandia lo había atacado un tiburón. La fiera le había seccionado un brazo. El hombre, Mike Fraser, de 40 años, se moría sangrando profusamente.
Esa misma noche en Nueva Zelandia, un equipo de tres hombres armó un helicóptero. Lo abastecieron con gasolina extra para el viaje nocturno de 400 kilómetros. Cargaron medicinas y equipo quirúrgico, y se lanzaron a la aventura.
En el grupo iba Grant Bell, un veterano en rescates, capaz de ver en la noche y de hallar en medio del océano una diminuta isla sin luces. Encontraron la isla, realizaron el rescate, y pusieron fuera de peligro al herido.
He aquí un caso que demuestra lo que son el desinterés, el altruismo y la abnegación. Lamentablemente esas virtudes prácticamente se desconocen en nuestra sociedad actual.
Un artista de televisión, que le había entregado su vida a Cristo, me dijo: «Hermano Pablo, en el mundo de la farándula yo solamente atendía a la persona que podía servirme en algo. Si veía que no podría serme de algún beneficio, ni siquiera le daba la mano.» Ese es el concepto de este mundo.
¿Sabe cómo yo determino si alguien tiene o no los valores de justicia e integridad que podrán merecer mi confianza? Me fijo en cómo esa persona trata al que nunca podrá devolverle un favor.
Es que la única asociación humana que de veras tiene valor es aquella que no demanda devolución. Si yo solo favorezco a la persona que puede devolverme el favor, soy de todos los hombres el más miserable, el más mezquino y el más sórdido.
Es de esperarse que en un trato que involucra un intercambio de bienes, o algún servicio, haya honestidad en pagar lo que se debe. Pero debe siempre haber un lugar en nuestro corazón para darles incondicionalmente a los demás. Eso incluye amistad, cariño, afecto, simpatía, ternura y amor.
La muerte de Jesucristo en la cruz fue para redimir, no para enseñar. Pero si esa cruz nos deja alguna lección, es la de abnegación total. Cristo entregó su vida para la salvación de la raza humana, consciente de que el hombre nunca podría devolverle el favor. Eso es altruismo en su mayor gloria. Si le pedimos a Cristo que se posesione de nosotros, recibiremos de Dios ese mismo espíritu.