Es una ley de la naturaleza: lo que no se usa, se atrofia. Cuando uno sufre una fractura y tiene que pasar varias semanas enyesado, la extremidad que queda inmóvil pierde masa muscular y volumen con el paso de los días. Es el efecto de no usarla.
Los autos que pasan mucho tiempo parados tienen problemas para arrancar. Las partes mecánicas inmóviles se oxidan.
Lo mismo sucede con las relaciones humanas. Si no nos mantenemos en constante comunicación con nuestros seres queridos, con nuestros compañeros de trabajo, o con nuestros amigos, nuestras relaciones con ellos se deterioran. Y en casos extremos, terminan para siempre.
Cuántas parejas no se divorcian porque con el pasar de los años, con la rutina y el aburrimiento, se cierran los canales de comunicación. Cuando el esposo se va al trabajo, no llama ni una sola vez a su casa para saber cómo está su esposa o sus hijos. Esos son detalles que nuestras parejas resienten; y no es que en la vida los pequeños detalles sean lo más importante. Los pequeños detalles lo son todo, porque al irse acumulando, se vuelven demasiado pesados. Ya sabemos lo que se dice de la gota que derramó el vaso.
Igual pasa con los padres. Cuando nos volvemos adultos, muchos de nosotros nos alejamos paulatinamente de nuestros progenitores. Pareciese que mientras más envejecemos, más lejanos los vemos.
Es esencial estar pendiente de nuestros seres queridos (claro, sin asfixiarlos). Si no preguntamos por ellos, sobre cómo les fue en el día, ellos sienten que no les importamos.
Sentirse querido es cuestión de detalles constantes, de ser atendidos cuando hablamos. Tal vez esas relaciones fallidas que tenemos se deben a la indiferencia, y no hay duda de que ser tratado con indiferencia es sumamente doloroso.