Miércoles 22 de mayo de 2002

 

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  AL CIERRE


Conversando con el asesino

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Eduardo Soto P.
Crítica en Línea

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Los inspectores de la PTJ buscaban afanosamente en el contaminado río Mataznillo el cuchillo de 10 pulgadas, con el que ultimaron a monseñor Altafulla. Foto Ricardo Iturriaga

Marcos Manjarrez Davis, el sacristán que acuchilló 14 veces a monseñor Jorge Altafulla, volvió a la escena del crimen, donde me estrechó la mano. Sólo habían pasado dos horas desde que se había bañado en sangre. Llegó reído.

Salió de las sombras que cubrían la calle lateral de la iglesia de Guadalupe, y seguía los pasos del padre José Araya, el párroco de San Gerardo Mayela, quien venía un tanto agitado y vestido de negro severo. Araya entró al grupo donde estaban, además del autor de esta nota, los curas Alejandro Gouldborne e Irenio Quintero.

Manjarrez esperó a que terminaran los abrazos entre los hombres de sotana, y se sumó a los saludos y a la conversación. Fue entonces cuando me dio la mano. Lo hizo sin mirarme, porque sus ojos estaban posados en el padre Gouldborne, con quien empezó a discutir sobre trabajo pastoral y el poco compromiso de algunos sacerdotes que no acompañan a su feligresía.

Recuerdo dos aspectos del hombre que vi esa noche: la serenidad, y el tono aflautado, hasta se podría decir que "angelical", de su voz.

No era una persona atemorizada, aunque mantenía los brazos cruzados sobre el pecho, y de vez en cuando se tocaba la barbilla con la mano derecha. El gesto se podría interpretar como un signo de nerviosismo, pero no sería mas que eso, una interpretación. Como también lo sería decir que lucía como "un hombre frío".

Pero me arriesgo y lo digo: Marcos Manjarrez era un témpano. Habló largo y tendido sobre temas diversos, plácido, inquebrantable, aparentemente ajeno a la tragedia que había ocurrido ahí adentro, donde dos horas antes un hombre con la voz aflautada asió un cuchillo de cocina, y saldo de tajo una vieja deuda con Jorge Altafulla.

Después de un rato me fui, y lo dejé hablando de los sacerdotes que montan a todos en el barco y se quedan frescos en la orilla. Miré hacia atrás y volví a observar su rostro: sonreía.

 

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