Dentro de las muchas cosas buenas que nos trajeron los colonizadores españoles a Panamá, están el gallo y la gallina. La primera gallina que vieron los indígenas en el lado Pacífico, se paseó en los peludos brazos de la señora de Pedrarias Dávila.
Desde aquellos tiempos casi todos sabemos lo significativamente económico que resultaba para nuestra gente humilde contar con una o dos parvadas de gallinas.
Pero desde medio siglo para acá, las cosas han cambiado drásticamente, pues las gallinas de patio casi se han extinguido en Panamá, a pesar que sus huevos llegaron a constituirse en moneda de uso corriente y los cansados transportes que daban el servicio, salían de los villorrios atestados de aves hacia las capitales provinciales, con tal cantidad de pollos apretujados en jaulas de palo, que el vulgo llegó a generalizar a estos camiones con el nombre de chivas gallineras.
Las gallinas de patio no representaban para nuestros campesinos costos de manutención, sólo bastaba unos cuantos granos en las mañanas, agua limpia y el resto de su alimentación la completaban ella mismas con grillos y semillas silvestres.
Con la abundancia de aquellos huevos de patio, la desnutrición no era tan elevada en los campos como lo es ahora, pues si usted analiza al Panamá de los mega proyectos, la tara en el crecimiento de nuestros párvulos y la desnutrición, es alarmante, ante la fría mirada perdida de los mandatarios de turno.
Hoy en día el 90% de nuestros niños menores de diez años no sabe ni se imagina que los pollos caminan en dos patas y el 99% jamás los ha apreciado avanzando mientras hurgan en el suelo por bichitos.
Dentro de ese abultado porcentaje de infantes muchos desconocen cómo, ni porqué cacarea una gallina y si usted les pide que dibujen un pollo, se lo dibujan muerto y congelado envuelto en una bandeja apretado en plástico.