Hace muchos años, en una aldea de Escocia, una mujer acostó a su bebé, bien envuelto en una frazada, sobre un montón de heno en el campo donde ella trabajaba. De pronto, una enorme sombra pasó sobre los trabajadores y, antes de que alguien pudiera impedirlo, una gigantesca águila se llevó entre sus garras al pequeño con frazada y todo. No hubo tiempo para reaccionar: la reina de las aves se elevó con la misma rapidez con que había bajado en picada, y ascendió hasta perderse de vista en la cúspide de la montaña.
Un fornido marinero se ofreció a escalar la montaña donde el águila tenía su nido, pero luego de intentarlo se dio por vencido y regresó sin nada. Acto seguido, emprendió el ascenso un robusto leñador con el mismo propósito, pero las fuerzas le faltaron y volvió frustrado.
La pobre mujer había cifrado sus esperanzas en que uno de los dos hombres rescatara a su hijito, pero nada pudieron hacer. Así que determinó que no había más remedio que hacer el intento ella misma. Cuanto más procuraron disuadirla de su empeño por los peligros que había, más resuelta estuvo a arriesgarlo todo por salvar a su hijo.
La angustiada madre, presa del terror pero armada de valor, comenzó el penoso ascenso de la montaña y, a pesar del intenso dolor que le provocó la fatiga, no se detuvo hasta que llegó al enorme nido del águila. Allí, con mucho cuidado rescató del nido el precioso envoltorio, se lo ató al pecho y descendió con él hasta llevarlo de vuelta a su aldea, sano y salvo.
¿Cómo se explica que aquella mujer, a pesar de tenerlo todo en contra, lograra lo que no habían sido capaces de hacer ni el marinero ni el leñador? La respuesta está en que a ella la impulsó un poder extraordinario, el poder del vínculo invisible que la unía espiritualmente a su hijo. ¡Era el poder del amor!
Ahora Cristo nos invita a que aceptemos su amor incomparable, y nos manda a que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado. A Dios gracias que Él no sólo nos dio ejemplo, como lo dio la valiente madre frente al águila, sino que también nos ayuda a amar a los demás tal y como Él nos amó a nosotros.