Confieso la locura de dejarme llevar por la curiosidad, empujado del entusiasta deseo de conocer todo lo creado por su suprema naturaleza.
El que no es instigado por la majestad de la creación divina se comporta como el desquiciado mental recorriendo caminos encontrados. Una de estas severas preguntas de la cual he sido su esclavo voluntario es, ¿qué es el tiempo?
Pienso tanto sobre él que soy un prisionero fugaz en sus manos temblorosas e inciertas. Transcurrir sin ser advirtiendo, creo apuntarle aquí, su máximo pecado del cual jamás tendrá la libre escapatoria. Posee un fuerte látigo que castiga y aterra, despiadado y cruel que doblega todo cuando existe.
Obra con el silencio que es su socio, postrador de voluntades, desde la aparición del mundo.
No hay un ser sobre la tierra que no esté supeditado a sus designios y por ventura callar es su metódica. El es el sepulturero que entierra al universo entero.
¿Cuántos por estas gracias cometidas le han lanzados denuestos, logrando salir airoso, venciendo en buena lid a los furibundos detractores? Nadie le debe, pero él cobra logrando que le salden hasta el último centavo, sin mediar leyes de ingresos. Se envejece todo y se marchita todo, la claudicación no la conoce, fustiga el destino y lo doblega con mañas inauditas.
El hombre inventó el reloj con pretensiones de cautivarlo mancillándolo, vano intento de imposibles realizaciones.
El y la muerte rubricaron el pacto, recorriendo sobre lo invisible, en persecución del valle donde descansa el sol.
Muere la roca, porque se parte y todo cuanto porta el tiempo en sus valijas asombrosas. El tiempo recorre sin atajos, espantado de cobrar con severidad incuestionable la inocencia del mundo en cobardía.