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De fiesta a tragedia

Por: Hermano Pablo | Reverendo

Yo cortaré el pastel -dijo el abuelo. No, lo cortaré yo -replicó la hija. No -insistió el anciano-, es el cumpleaños de mi nieta, y a mí me corresponde el honor.

Pues no -dijo la hija-, yo soy la madre y mío es el privilegio. Yo cortaré el pastel. Samuel Peterson y su hija Mary querían ambos cortar el pastel de cumpleaños de la niña, Elizabeth, de doce años de edad. Es difícil creer lo que un altercado de esta índole puede provocar, pero hubo un forcejeo entre ambos, medio en broma, medio en serio, y el anciano resbaló y cayó sobre el cuchillo.

Nadie cortó el pastel ese día. Lo que sí fue cortado fue el propio corazón del anciano. �ste perdió la vida en el conflicto. La familia pasó de fiesta a tragedia en un instante.

�Por qué ocurren esas cosas? �Por qué una tragedia tiene que ocurrir precisamente en medio de una fiesta? �Por qué, en un momento en que todo es alegría, buen humor, risas y chistes, se producen el espanto y la consternación, y viene la muerte con su sonrisa diabólica?

Hay una razón. Podemos hablar de derechos y de respeto y de edades y de quién tiene la razón; pero eso no cambia el fin trágico de una reyerta. Si hay algo que es infructuoso, que no vale la pena, que no trae ningún beneficio y que a la larga no produce ninguna satisfacción, es una pelea tonta entre familiares, sobre todo entre esposo y esposa.

En el caso presente no hay que añadir culpabilidad al dolor natural que siente una familia que ha sufrido la muerte de un ser querido; pero una reflexión sí podemos y debemos hacer.

Nuestra vida es frágil como cristal, y el dolor, el accidente, la sorpresa desagradable, están a la vuelta de cada riña. La impaciencia más sencilla puede provocar un altercado que se convierte en dolor, en herida, en sangre y en muerte. Y todas las muertes que vienen tras un altercado así traen consigo dolor y tristeza.

Demos paz y alivio al alma. Cuando alguien se somete como siervo al señorío de Jesucristo, ese sometimiento produce una calma indecible. Cristo dijo: "La paz les dejo; mi paz les doy" (Juan 14:27). Aceptemos esa paz que el Señor nos ofrece.



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