Me lo prometió por correo tiempo atrás, recién llegado a Roma desde Sri Lanka, donde vagó buscando quién sabe cuánto y qué clase de arreglo para el dolor de pecho, que no sabe disimular, y esta semana cumplió su palabra: entró en mi oficina, se sentó y cruzó los pies para conversar largo y tendido.
La risa de loco sublime, sigue siendo la misma detrás de la maraña de pelos de su barba entrecana, que le ha liberado de la pesarosa afeitada diaria, y usa para parecerse en algo a los místicos con quienes se topó en un tren de la India, según dijo. "Quiero pensar que la barba es signo de madurez", añadió con esas maneras de niño grande que se le salen cuando está en confianza, y con su redonda voz de locutor que permanece intacta.
Al ver las fotos de su llegada a Tocumen, me pareció descubrir cierta languidez en su rostro. Pero cuando cruzó el umbral de mi oficina, ataviado con el luto riguroso de los conventos, mi sorpresa fue mayor. No se parece en nada al Buda de Kamakura de otros años, cuando las libras adicionales le rebosaban la cara y seguro usaba ropas tres o cuatro tallas más grande. Ahora le sobra pantalón, y los huesos le son tan evidentes, que el enorme crucifijo de plata que lleva colgado al cuello, le da un aire de faquir mahometano que antes no tenía.
Hablamos de todo: su relación con el Papa ["está muy enfermo (...) es un alma que arrastra un cuerpo (...) pero continúa brillante y celoso por las almas", me dijo, al tiempo que advirtió que todavía no se muere]; del obispo español que será su jefe en Honduras, y a quien calificó como "un hombre muy bueno"; de las amenazas de muerte que según dice todavía penden sobre su cabeza, y del intrincado tejido de senderos de tierra, canales, ríos y costas por donde la mafia trasiega armas y drogas en Darién. Aseguró que conoce en detalle de las idas y venidas de este comercio macabro, y sabe mucho más... muchos más.
Cuando le dije que había informes de que muchos padrinos estaban sacando sus nombres de las listas de ayuda para los niños de Darién -creyendo que el obispo no volvería más-, se le aguaron los ojos. "Es cierto, y es espantoso que eso ocurra (...) se trata de la comida de 10 mil niños", susurró, con la mano derecha sujetándose la frente baja. Pero enseguida saltó en la silla: "...Diles que sigo con el programa (...) son como mis hijos y no los puedo abandonar (...) tengo una responsabilidad espiritual con los niños de Darién y vendré tres veces al año para acompañarles (...) ¡diles eso... díselo!".
El hombre se mostró particularmente preocupado por la situación de las familias de clase media en el país, esas que no pueden pagar de un solo golpe los 240 balboas que cuesta la comida de un niño darienita al año, pero ayuda con 12 platos de a 20 dólares. "Esa es la gente que está sufriendo más", diagnosticó.
Remando aterido en esa laguna Estigia que se le formó de pronto, cuya corriente en menos de dos años lo extrajo de Darién para depositarlo en Honduras donde debe trabajar tal vez perpetuamente, el obispo salió de mi oficina y se encontró con un gentío que lo esperaba para hablarle, tocarlo, verlo de cerca, olerlo, y pedirle de paso la bendición.
Cuando se fue, escoltado por unos tipos que irremediablemente me recuerdan a Rambo, alguien dijo: "Se ve tranquilo... parece feliz". Y es verdad; tiene ese no sé qué de la gente que trabaja con un producto tan extravagante como lo es la vida eterna. |