CRIMENES FAMOSOS
Terror en las vías
Max Haines
¿Por qué querría
alguien descarrilar deliberadamente trenes de pasajeros?
El 31 de diciembre de 1930, alrededor de 30 kilómetros en las
afueras de Viena, Austria, empleados del ferrocarril quedaron horrorizados
cuando descubrieron que varias vías estaban dañadas. Una mirada
fue suficiente para convencer a los hombres de la sección que alguien
deliberadamente se había propuesto hacer descarrillar al tren Viena-Paseau.
Afortunadamente pudieron dar la alarma a tiempo para advertir al conductor,
quien logró detener el tren a sólo unos metros del desastre.
Contactaron la policía para que investigara lo que hubiera podido
ser una enorme tragedia. No se descubrió ninguna pista sobre el saboteador.
Se pensó que era el trabajo aislado de un individuo trastornado.
Esta teoría fue cuestionada un mes más tarde cuando el
mismo tren se vio involucrado en otro incidente. Una vez más, los
hombres del ferrocarril que trabajaban en la línea vieron que faltaban
rieles y que se habían colocado obstáculos sobre las vías.
Esta vez su advertencia llegó demasiado tarde.
Los maquinistas frenaron, pero el tren resbaló hasta las obstrucciones
haciendo saltar la locomotora. Ninguno de los vagones descarriló
y como resultado los pasajeros no se lastimaron. El personal de la locomotora
también salió ileso.
Los restos sobre las vías no dieron pistas de la identidad del
saboteador. La policía austríaca tomó el asunto más
seriamente. Quedaban pocas dudas que el mismo individuo o individuos habían
cometido ambos crímenes. El interrogante que enfrentaban las autoridades
era el horrendo pensamiento de que el saboteador podría atacar de
nuevo.
Llevó sólo siete meses asegurar a la policía que
un loco estaba trabajando. El tren nocturno que salía de Basel, Suiza,
hacia Berlín, Alemania, se accidentó a alrededor de 60 kilómetros
de la capital germana. Esta vez no hubo advertencias. Siete vagones cayeron
por un acantilado de 9 metros. Se hirieron cien pasajeros, algunos gravemente,
pero no hubo pérdida de vidas.
El saboteador se había vuelto más sofisticado. Había
colocado bombas caseras en las vías con una línea que llevaba
hasta un montón de arbustos. Desde su guarida, había hecho
explotar las bombas, haciendo saltar al tren de las vías. Ahora las
policías de tres países, Austria, Suiza y Alemania, coordinaban
sus esfuerzos para aprehenderlo.
Los detectives pronto aprendieron que tenían un astuto adversario
en sus manos. Pudieron rastrear los elementos encontrados en la guarida
del saboteador. Habían sido comprados por un irlandés quien
aparentemente había servido en el Royal Flying Corps en la Primera
Guerra Mundial.
El dueño del negocio donde se había comprado el equipo
detonante recordaba bien a su cliente. El hombre le había dado su
nombre, dirección y había charlado un rato sobre su pasado.
El irlandés pronto fue localizado y arrestado. Había
sólo una cosa equivocada en esta tangente de la investigación.
La policía había arrestado a un hombre inocente.
El irlandés había conocido al saboteador en un café
de Berlín. Los dos hombres habían empezado a conversar. El
irlandés le contó a su nuevo compañero que era traductor.
El compañero insinuó que era dueño de una fábrica
y que en ocasiones requería los servicios de un traductor. Como resultado,
el traductor le dio su tarjeta. El saboteador había usado las credenciales
del irlandés para comprar sus explosivos y equipo detonante.
El inocente caballero irlandés fue liberado de su detención
cuando el dueño del negocio confirmó que él no era
el hombre que había comprado el equipo en su tienda. La policía
estaba otra vez en fojas cero. Estaban seguros que este criminal continuaría
descarrilando trenes. Nadie tenía idea de por qué alguien
querría poner en peligro cientos de vidas inocentes. Varias teorías
fueron presentadas por las autoridades.
El hombre trastornado podía guardarle un rencor al ferrocarril,
o podría estar intentando matar a una persona y había elegido
un accidente ferroviario como su modo diabólico de evitar la detención.
Luego nuevamente, podría ser un psicópata que simplemente
disfrutaba de los desastres en masa. Todas estas teorías fueron investigadas,
pero no se descubrió nada en concreto.
El saboteador atacó nuevamente. El 13 de septiembre de 1931,
el tren Budapest-Ostende se estaba aproximando a un viaducto ferroviario
en Hungría cuando una enorme explosión envió a la máquina
y a los cinco primeros vagones al fondo de un acantilado de 24 metros. Esta
vez el culpable reclamó vidas humanas. Todos los 25 hombres, mujeres
y niños en el primer vagón murieron instantáneamente.
Otros 125 en los vagones restantes se hirieron, algunos gravemente.
Una vez más, el saboteador había detonado sus explosivos
desde un escondrijo cercano. Dejó equipos detrás, pero todos
los rastreos fueron un fracaso.
Este último accidente, con pérdidas de vidas y una cantidad
de heridos, dieron pie a cientos de reclamos por daños. El Ministerio
de Ferrocarriles de Dudapest estaba procesando la demandas tan eficientemente
como le era posible. Entre la miríada de trámites, un dependiente
del ministerio sintió que un reclamo en particular merecía
una investigación posterior. El dependiente señaló
a sus superiores que un húngaro, Sylvestre Matuschka, que vivía
en Viena, había entregado un reclamo por heridas faciales y pérdida
del equipaje. Al llenar sus formularios, Matuschka declaraba que había
estado sentado en el primer vagón. Esto era extraño. Todos
los pasajeros del primer vagón habían muerto. El reclamo sospechoso
fue entregado a la policía.
Un chequeo de Matuschka reveló que tenía varios intereses
comerciales en Austria y Alemania. Había estado lejos de su casa
en Viena en las fechas de todos los accidentes e intentos de accidentes.
Al irlandés que había sido falsamente acusado le mostraron
un grupo de fotografías. Sin dudarlo eligió a Matuschka como
el hombre que había conocido en el café de Berlín.
Los detectives también se enteraron que su sospechoso había
comprado explosivos en una ferretería química en Viena, poco
antes de los dos últimos desastres.
Matuschka vivía tranquilamente en una casa confortable con su
esposa, Irene, y una hija de 13 años. Una búsqueda en su casa
descubrió mapas que indicaban los accidentes pasados y los lugares
de futuros desastres planeados. Evidentemente este extraño hombre
intentaba descarrilar trenes en las afueras de Amsterdam, Marsella y París.
Planeaba meticulosamente cada movimiento y no se fijaba en gastos para lograr
sus fines.
El dinero no era un problema. Matuschka era un exitoso hombre de negocios.
Era tan devoto de su nueva carrera de descarrilar trenes que había
comprado una pequeña cantera cerca de Viena para experimentar con
los explosivos.
La policía arrestó a Matuschka. Por dos semanas negó
toda conexión con los accidentes de trenes. Después que los
detectives le informaron de la enorme cantidad de evidencia que señalaba
su culpabilidad, se decidió a confesar. La pregunta candente que
exigía una respuesta pronto fue contestada con las propias palabras
del acusado: "Accidento trenes porque me gusta ver morir a la gente.
Me gusta oírlos gritar. Me gusta verlos sufrir".
Matuschka fue sometido a juicio en Viena por intento de accidentar
dos trenes. Fue encontrado culpable y sentenciado a seis años de
prisión. En Budapest fue sometidod a juicio por los asesinatos que
habían tenido lugar en Hungría. Matuschka presentó
evidencia en su defensa. Afirmó que después del desastre se
había unido a las víctimas y lo había disfrutado inmensamente.
Usando un cortaplumas, se había cortado la cara para lograr el status
de una víctima más. Afirmó que estaba bajo la influencia
de un espíritu llamado Leo y que no podía evitarlo.
Sylvestre Matuschka fue encontrado culpable de asesinato en masa y
fue sentenciado a morir. Esta sentencia fue más tarde conmutada por
la de cadena perpetua. En 1935, cuatro años después de los
asesinatos, fue transferido de la cárcel a una prisión para
cumplir su sentencia de por vida. Diez años más tarde, mientras
la Segunda Guerra Mundial devastaba Europa, escapó de la prisión
y nunca ha sido aprehendido.
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