Antes del 12 de octubre de 1492, nosotros fumábamos tranquilos sin que nadie se molestara. Las delicadezas naturales más utilizadas eran gratuitas y entre estas estaban las hojas de guarumo, hormiguero, cuatro clases de tabaco, dos variedades de canyac, pangola y flores de chichica seca. No había lugar restringido para uno exhalar una buena fumada, ya fuese por cazar el primer mono cariblanco, ayudar en la cacería de zaínos, reparar los corrales de piedras para la pesca, pelar una pila de cosos, o por celebrar que a uno le aumentaban el rango al poder bañarse en el charco de los grandes, donde no podían hacerlo los infantes ni las vírgenes.
El hombre blanco nos arruinó la vida con el grajo que trajo. Ahora todos tenemos que utilizar desodorantes carísimos e irritantes, cosa que antes no era necesario, a pesar del sopor tropical que se vivía en diferentes zonas de vida de nuestros paraísos.
En Capira ni en el resto de América Latina le daba catarro a nadie, solo hicieron llegar las primeras embarcaciones europeas y comenzaron los virus a hacer estragos en las poblaciones indígenas, que los hacían caer muertos en riadas amontonadas.
El cólera jamás se conoció hasta después de la llegada de ellos, que además de otros trastornos inventaron el cepillo de dientes cuando nosotros teníamos mejores caries que los perros. Aquí no había sarna, perros ni gatos domésticos. Previa a su nefasta llegada no existía la rabia, el polio ni los celos.
Siempre tuvimos comida, y agua para tomar y bañarnos. Siempre gozamos de nuestras bebidas alcohólicas fuertes y enloquecedoras hechas con un maíz que nos hacía hablar con nuestros dioses, pero ellos nos fregaron; hacer chirrisco y chicha fuerte en Panamá es prohibido, hay que tomar una cerveza que nos da cagadera y un seco que nos vuelve locos.
Ahora es un pecado darles con un celular marca liborio en la cabeza. En verdad el hombre blanco lo único bueno que hizo en esta tierra maravillosa fue a una beldad que sabe a sancocho de pargo: la mulata.
