Unas horas antes que el ministro de Gobierno y Justicia anunciara que el gobierno estaba tomando las medidas necesarias para contrarrestar la ola de delincuencia que se ha adueñado de la ciudad, Filiberto, el gato morisco de una señora residente en Calle 14 El Chorrillo, se retorcía adolorido por los disparos de una pistola nueve milímetros, al quedar atrapado en una balacera entre mozalbetes del hampa criolla.
Dos días después, encapuchados pistola en mano, asaltaron a menos de 200 metros de la PTJ de Ancón a Moyo, el empleado de la cooperativa del Ministerio de Vivienda, llevándose 20 mil balboas. Me cuentan los asustados empleados de COOPEMIVI que, mientras los facinerosos hacían de las suyas con el dinero ajeno, alguien fue a poner el reporte, pero el agente de turno le contestó que esa no era su área.
El mismo día, al mejor estilo de los bandidos del viejo Oeste, los ladrones asaltaron otros dos negocios en diversos puntos de la capital.
Días antes, mientras los funcionarios del Estado reparaban las viviendas para los moradores del Tívoli en Curundú, afectados por un incendio, hubo cruces de disparos en el punto cercano, lo que requirió el traslado inmediato de un pie de fuerza para calmar los ánimos.
La pregunta es ¿quién está seguro en un país así? ¿Hasta dónde llegará el proceso de descomposición social que golpea a los barrios populares enfrentando a pobres contra pobres?
En Panamá la lucha contra el crimen organizado se empantana cada día más, porque los actores principales no están solos en las calles. En esto, no cabe la menor duda, la fiebre no está en la sábana.