Es conocido que en la familia siempre hay un tío rico. Los demás ya saben que son pobres. No tienen mayores oportunidades de salir adelante, aunque tengan todas las ganas del mundo. Sus esperanzas están puestas sobre los que estudian en las universidades públicas, pero aún no trabajan.
Así es la vida en el barrio. Así es la vida en casa pobre, pero en la casa grande la cosa es distinta. La nevera nunca le falta alimento. Si a alguien se le antoja comerse un emparedado a las doce de la media noche, sólo abre la nevera y saca el queso, el jamón, la mantequilla, la lechuga, la mayonesa, la mostaza y el ketchup y lo tendrá una vez termine; en cambio, en la casa pobre, cuando a alguien le da hambre a las doce de la media noche, debe abrazar su almohada y soñar con días mejores. Otros, los que tienen algo de esperanza fresca, van a la cocina y raspan el concolón de las pailas (concho para los chiricanos) y calientan su arrocito.
Las personas que están un poco mejor acomodadas que las demás no saben cómo la pasan los pobres, menos si son familiares porque nunca le visitan, no saben dónde viven, ni cómo viven.
Es saludable visitar de vez en cuando a nuestros familiares. Nadie puede creerse más que el otro porque todo lo que uno posee viene por misericordia de Dios.
Si usted se jacta de ser un excelente ciudadano y en realidad no ayuda a su prójimo - a su misma familia- en realidad se está engañando pendejamente.
Señor, cambie en realidad. No sea más doble cara con la sociedad. Sea un varoncito y busque la manera de ayudar, sin ser paternalista, a sus familiares pobres. Sí, a esas mismas personas con quien usted compartió cuando era un pela’o. ¿Recuerda cuando jugó la lata, las canicas, la lleva y todas esas cosas de los barrios? Bueno, ahora trata de recordar que tienes una familia que le da gracias a Dios por su éxito.