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Contactos mortales

Hermano Pablo | Reverendo

La mañana era cálida y húmeda, pero agradable, en Buenos Aires, Argentina. Había llovido intensamente la noche anterior, y las veredas estaban llenas de charcos de agua. La señora Mercedes González de Favero llevaba a su hijo Roberto, de doce años, y a su hija María, de ocho, hacia la escuela.

De pronto el golpe, el espanto, la impresión de la tragedia inminente: Roberto pisó un cable eléctrico caído. Los tres rodaron víctimas de la tremenda fuerza. La muerte amenazaba.

Pero providencialmente pasó por el lugar Pedro Pereira, joven vendedor de periódicos. Y como a veces la ocasión que hace al ladrón así mismo hace nacer al héroe, esta vez hizo que Pedro se convirtiera en salvador. Arriesgando su propia vida y haciendo uso de su bolsa de periódicos, Pedro apartó a Roberto del contacto con el cable. Así los tres pudieron salvar la vida.

He aquí a un salvador oportuno. La señora de Favero y sus hijos ya estaban en las garras de la muerte. Pocos minutos más y la corriente eléctrica hubiera terminado su trabajo, y tres cadáveres carbonizados habrían quedado en la vereda.

Pero oportunamente surgió el héroe, el salvador. Exponiendo su propia vida, Pedro Pereira, con singular habilidad, pudo separar a esa familia del contacto mortal. Fue la mano de Dios, o la divina Providencia, en acción. Pero allí estaba el salvador para salvar tres vidas de la muerte.

Así también hubo una vez un gran Salvador, que vino oportunamente para salvarnos a todos del contacto mortal con el pecado. El pecado se parece a la electricidad: hacer contacto con él paraliza y va carcomiendo poco a poco hasta producir la muerte. Y así como la persona que entra en contacto con un cable electrizado no puede librarse a sí misma, sobre todo si la corriente es fuerte, tampoco la que entra en contacto con el pecado puede librarse por sus propios medios.

Por eso, debido a que no podemos librarnos por nuestros propios medios de lo que nos está matando, Dios envió a su Hijo Jesucristo a dar su vida por nosotros y así librarnos del poder mortal.

Cristo nos aísla del poder maligno del pecado y nos concede un poder superior, el poder del Espíritu Santo, para vivir en perpetua seguridad, justicia y fuerza moral.



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