"Eres ciega; no podrás identificarme -dijo David Alberto Zayas, de veinticinco años de edad-. Aunque estés enfrente de mí en el tribunal, no podrás nunca identificarme." Estas palabras las pronunció David, mitad en inglés, mitad en español, mientras cometía el abominable delito de violación contra la indefensa joven.
Lo que David decía era cierto. La joven que él violaba era ciega, y no podía ver el rostro de su asaltante. Pero podía oír. Y con los oídos podía identificar perfectamente el tono de voz de quien la violaba.
Al hombre lo detuvieron, y cuando trajeron a la joven ciega para que lo identificara, ella lo reconoció en el acto. Bastó que le hicieran repetir las mismas palabras que había dicho cuando la violaba.
Lo cierto es que no sólo se nos identifica por el rostro. También nos delata nuestra voz.
Muchas veces pensamos que una persona ciega, que es víctima de un asalto, no puede identificar a su agresor porque no le ha visto el rostro. Pero las personas ciegas agudizan sus otros sentidos que casi llegan a reemplazar el que han perdido.
Desarrollan el tacto, el oído y el olfato con tanta agudeza que no se les puede engañar. Es más, desarrollan un sexto sentido oculto que los hace ser muy conscientes del mundo que los rodea, una especie de apreciación psíquica que la persona sin defectos físicos no tiene.
Pero existe también otro factor. En el caso de ese asaltante que creía que nunca sería identificado, tenemos que reconocer que Dios también interviene en la identificación y justo castigo del delincuente. Jesucristo afirmó que "no hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse" (Mateo 10:26), consciente de lo que dice el último versículo del libro de Eclesiastés: "Pues Dios juzgará toda obra, buena o mala, aun la realizada en secreto" (Eclesiastés 12:14).
David Alberto Zayas pensó que su delito quedaría impune. Se equivocó totalmente. Dios tiene ojos, oídos, manos y clarividencia en todas partes. Él no sólo es omnisciente sino omnipresente.
Siendo así, ¿por qué no tomamos esa gran decisión, ahora mismo, de renunciar a las malas obras? Estas nunca podrán traer bien. Al contrario, siempre nos acusarán, y ante Dios no hay abogado que pueda defendernos. Hagamos de Cristo el Señor y Salvador de nuestra vida.