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Martes 21 de noviembre de 2000



No somos escombros tirados en la calle

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Hermano Pablo
California

Sheila Ryan levantó bien alto su cartel. Sentía una especie de profundo orgullo al hacerlo. Echó una mirada a sus compañeras. Todas sentían lo mismo que ella, y estaban dispuestas a hacer lo que ella hacía. Sentían la unidad de la lucha común.

Cada una levantó en alto su cartel, y emprendieron la marcha. Sucedió en Toronto, Canadá. Se trataba de un grupo comunitario autollamado «Hijas de Jezabel». Era una sociedad de prostitutas, que se lanzaban a la calle en defensa de sus derechos.

«Las prostitutas no somos basura de las calles -decía el cartel de Sheila-. Somos también seres humanos.»

No hay duda de que vivimos en plena época de los derechos humanos. Por todo el mundo se levantan las mismas voces: «Somos seres humanos. Tenemos derecho a comer. Deseamos libertad. Queremos que se nos respete como a todos los demás.»

Los grupos se multiplican. Los carteles aumentan. Los lemas son cada vez más patéticos. El ansia universal crece: indígenas de las selvas y montañas, peones de los campos, obreros de las ciudades, estudiantes de los colegios, refugiados de todos los países. Tal parece que la humanidad entera se ha puesto de acuerdo para lanzar el mismo grito: «¡Somos seres humanos!»

Las prostitutas de Toronto usaban una palabra conspicua en sus lemas, la palabra «escombro»: «No somos escombros, no somos basura», decían ellas. Esta palabra «escombro», bien gráfica por sí misma, tiene sonoridades bíblicas.

El profeta Isaías, anunciando la venida de Cristo como Salvador del mundo, dice: «El Espíritu del SEÑOR omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a sanar los corazones heridos,... a darles una corona en vez de cenizas, aceite de alegría en vez de luto, traje de fiesta en vez de espíritu de desaliento.... y restaurarán... los escombros de muchas generaciones» (Isaías 61:1,3,4).

La Biblia compara a las vidas rotas, destruidas, destrozadas, amargadas y envilecidas, a escombros cubiertos de zarzas y mohos.

Pero Cristo puede tomar esos escombros, restaurarlos, limpiarlos y embellecerlos, y hacer con esos restos muertos un palacio de vida nueva. Hay esperanza para cualquier persona cuya vida esté hecha escombros. Esa esperanza está en Cristo.

 

 

 

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