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Corrupción es la palabra de moda estos días. Se denuncia desde los sitios más insólitos y por los personajes menos autorizados. Y se habla de ella como si hubiese surgido ayer, por generación espontánea, sin ningún vínculo con el pasado borrascoso del militarismo perredista, verdadero artífice de la corrupción en Panamá.
En quinquenios anteriores, a muy pocos les importaba la corrupción. A quienes la denunciábamos nos calificaban como "amargados" o "sectarios", incapaces de reconocer las extraordinarias y enérgicas proezas del mejor gobernante que jamás ha tenido esta República. Si había un poco (o mucha) corrupción, qué importaba. Lo importante era la imagen de energía, determinación y modernismo que proyectaba el mandatario y que nos conduciría, sin escalas, al primer mundo.
En décadas anteriores, quien se atrevía a quejarse por la corrupción rampante del militarismo perredista era inmediatamente denunciado como traidor, delincuente y enemigo de la lucha torrijista por la soberanía. Si insistía mucho, iba a parar con sus huesos en la Cárcel Modelo o recibía un aventón desde las alturas de un helicóptero. Esa política represiva permitió que aquí se cometieran los más escandalosos desfalcos, que gracias a una vergonzosa red de complicidades-que perdura hasta nuestros días-permanecen sin castigo.
Quienes adversamos la corrupción reclamamos un remedio integral para superarla, que comienza con la investigación franca, eficiente e independiente de todas las irregularidades y expoliaciones que han quedado sin castigo. ¿Dónde está nuestro juez Garzón? |
