Luego de haber pasado las cambiantes y determinantes etapas vivenciales, aparece en sumisa transición taciturna la vejez, abriendo las pesadas puertas de la degradación física y de los temerosos achaques, anunciándonos que ha llegado la época de los cruciales agravios; la ancianidad da la palmadita lenta, con todo el arsenal inofensivo, gobernado por la decrepitud y el olvido. Nadie desea arribar a estas playas desoladas, donde los rayos del sol palidecen, perdiéndose entre las brumas que se desvanecen bajo la parsimonia penitente de las horas que pasan. Ya el cuerpo ahogado por los dolores pierde el poder enérgico, entregándose mansamente y sin condiciones a la debilidad tambaleante e insegura. El timbre espantoso ha extendido sus sonoridades trepidantes, como el badajo madrugador zarandeado por las fuerzas delirantes del huracán furibundo. Es la hora del perdón, tiempo de resignación, halagüeño espacio para abrazar al enemigo que insultamos un día, entregados a los sinsabores del despecho, perdidas mayormente las consagraciones pasionales. En la vejez se empieza a ver todo diferente, es el universo de la existencia extendiendo las vagas siluetas de espejismos solitarios. Viendo hacia atrás sólo se pueden divisar las extensas sabanas calcinadas, abultadas de cenizas, pruebas depositarias de aciagas tempestades sepultadas. Las ilusiones tomaron partida para nunca más volver. Cobarde y aturdido defiende la idea que el entorno pretende encerrarlo dentro del sitio repulsivo del silencio, dando respuesta a los últimos consejos del sombrío monólogo interior, donde el anciano mascullando se topa con una sucesión tendenciosa de trastornos incurables e invencibles. Las actitudes contemplativas han ido perdiendo resueltamente su vigor, especialmente cuando se oye poco o se ve borroso, semejante al temor respetuoso donde dirán presente las derrotas de todas las conjeturas. El destino llena con lazos irresistibles los instantes amargos de la desgracia humana.