Recibió a su bebé en los brazos y las lágrimas asomaron a sus ojos. El dolor del parto había pasado. La angustia del alumbramiento había dado lugar a la alegría de ser madre. Y Lucila Page cantó una canción de cuna. Su primogénito, un diminutivo varón, estaba en sus brazos.
El hecho se repitió dos veces más. Tres hermosos niños colmaron de alegría el maternal corazón de la mujer. Sin embargo, Lucila era una mujer soltera. Y no solamente soltera. También era virgen. Nunca se había casado y nunca había tenido relación conyugal con ningún hombre.
Lo que ocurrió en esos tres casos se debe a una de las maravillas de la nueva tecnología médica. Sus tres bebés los tuvo por inseminación artificial. Llegó así a ser madre de tres niños, siendo aun virgen.
Esta situación nos obliga a reflexionar. Esta mujer no quería ser esposa, pero sí quería ser madre. No quería estar atada a ningún hombre, pero sí quería tener hijos. No sabía quiénes eran los padres biológicos porque obtuvo el semen en un banco de reproducción. No sabía nada del trasfondo de esa semilla. Sólo sabía que ella era la madre.
¿Cómo es posible que para algunas personas sea tan fácil circunvalar las leyes de la naturaleza dadas por el divino Creador?
Hubo en la historia de la humanidad otra madre virgen. Era María, una joven judía de Nazaret. Ella fue escogida por la gracia de Dios para ser la madre del Mesías, Jesucristo. Y fue fecundada, no por ningún espermatozoide masculino, sino por el Espíritu mismo de Dios. No así el caso de Lucila Page.
Lo de María fue un milagro de Dios. Lo de ésta es un acto de la ciencia. Y mientras el hijo de María nació absolutamente sin pecado, el de la virgen moderna nace como todo ser humano, con el estigma del pecado original y con la misma tendencia hacia el mal.
La ciencia humana no puede librar a nadie de la mancha del pecado. No puede dar a nadie un nuevo corazón. No puede poner en nadie esperanza de vida eterna.
Abrámosle nuestro corazón a Cristo. Él quiere reproducir en nuestra vida el milagro del nuevo nacimiento. Él quiere ser nuestro Salvador. Él quiere darnos el don de su gracia bendita. Sólo tenemos que aceptarlo.