Dice la historia que, cuando el rey Jorge VI de Inglaterra cumplió seis años de edad, recibió muchísimos regalos. Sus padres, sus tíos, sus amiguitos y todos sus súbditos se esforzaron por mostrarle al pequeño su cariño y devoción.
Casi todos los regalos eran importados de Francia, España, Italia y otros países.
Una mañana en que los criados del palacio estaban jugando con el Príncipe, notaron que había perdido interés en aquella montaña de juguetes. Lo había cautivado una escena callejera que podía ver desde una ventana de su habitación. Pasaban frente al palacio un limpiabotas y su hijo de seis años.
A falta de juguetes, el hombre había atrapado una rata Viva, Crítica en Línea, le había atado un cordel al pescuezo y se la había dado a su hijo para que jugara con ella. El niño se sentía feliz con su juguete vivo. Cuando el pequeño Príncipe, tras las rejas del palacio vio esto, se le olvidó todo lo que él tenía. Perdió interés en todos sus juguetes. Lo único que quería era una rata viva como esa.
¿Qué tiene que ver con nosotros esta anécdota? Que todos somos como el pequeño Príncipe de Inglaterra. Aunque tengamos todo lo habido y por haber, y hasta más de lo que necesitemos, siempre habrá algo nuevo que desearán nuestros ávidos ojos. Ponemos todo nuestro afecto en algún objeto de esta vida y, una vez que lo hemos obtenido y disfrutado, lo tiramos a un lado porque queremos otro diferente. Nunca quedamos satisfechos. Siempre queremos algo más o mejor.
Jesucristo conocía este defecto humano. Por eso dijo que la vida de una persona no depende de la abundancia de los bienes que posee. No importa cuánto tengamos. Las cosas materiales no satisfacen como las que son espirituales.
Sólo Cristo satisface la sed del alma. Por eso le dijo a la samaritana a la que le pidió agua de un pozo: «Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida.... Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna.»
Si realmente deseamos saciar nuestra sed espiritual, basta con que respondamos como la samaritana: «Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed.»