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El principio del fin

Hermano Pablo | Reverendo

Su vida podría medirse en el tiempo así: 36 años de vida común, a la manera de la inmensa mayoría de los seres humanos; dos semanas de ardiente esperanza; 30 minutos de frenética alegría; 10 segundos de terror; y en el siguiente instante, la muerte.

Lucía Pontini, de Milán, Italia, murió en un choque de automóvil cuando iba a todo escape a cobrar el gran premio de la lotería: tres millones de dólares. Su cuñada, Gabriela Rossini, comentó: "Ella se puso sobresaltada con el premio, y corrió sin tino a cobrarlo. ¿Quién hubiera imaginado que ese era el principio de su fin?"

Hubo aquí dos fuertes pérdidas. La primera -la de menos importancia- fue la del premio de la lotería; la segunda, la pérdida de un ser querido, mujer joven, esposa, y madre de tres hijos. Lo que queda para reflexionar es la pregunta de Gabriela: "¿Cómo íbamos a saber que esa dicha de ganarse la lotería iba a ser el principio de su fin?"

Esta vida es lo más inseguro que tenemos. Nunca sabemos lo que el siguiente momento puede traer. Hacemos nuestros planes. Confiamos en promesas. Ciframos todas nuestras esperanzas en el tiempo presente, y cuando menos pensamos, nuestra vida entera se viene abajo.

El apóstol Santiago escribe en su carta universal: "Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: `Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero.' ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece" (Santiago 4:13,14).

Nada en este mundo debe ser más importante que Dios en nuestra vida. Llega a ser un ídolo cualquier cosa a la que le demos más importancia que el señorío de Cristo. Y los ídolos todos se acaban. La única esperanza que es viva, permanente y segura es la que ofrece Cristo. Podemos tener la seguridad absoluta de que al morir iremos a estar en la presencia del Señor.

Cristo ha prometido estar con nosotros "siempre, hasta el fin del mundo" (Mateo 28:20). Él nos garantiza su amistad y su protección. Y nos garantiza, además, un lugar en la eternidad. Por más importante que nos sea este mundo, cuando Cristo es nuestro Señor lo demás pierde su valor. Con Cristo cada día es un día seguro, porque el final es vida eterna.



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