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La primera necesidad de los pueblos

Hermano Pablo | Reverendo

Era el 14 de septiembre de 1821, víspera del día en que se había convocado a una reunión en el Palacio de Gobierno de Guatemala entre autoridades de las provincias y representantes de la universidad, de la Iglesia y de las autoridades civiles, a fin de decidir si Centroamérica habría de separarse de España. Uno de ellos, que apoyaba decididamente las aspiraciones independentistas, era el guatemalteco Pedro Molina. Esa víspera, su esposa, María Dolores Bedoya, visitó los barrios más habitados de la ciudad, invitó a su vez al pueblo a una reunión frente al palacio, con el propósito de llenar la plaza en apoyo a la independencia, y se encargó de que hubiera música y fuegos artificiales.

Durante la reunión del día siguiente, mientras los 56 miembros de la junta presentaban sus argumentos a favor y en contra de la declaración de independencia, Bedoya arengaba al pueblo en la plaza. Pero al comenzar a repetirse los argumentos para retrasar la proclama de independencia, comenzaron también a oírse en el recinto explosiones de pólvora, cohetes y música. Fue tal la algarabía que los opositores a la independencia creyeron que había estallado la revolución y se apresuraron a proclamarla.

En el prólogo del acta misma de independencia redactada por José Cecilio del Valle consta que llegaron al acuerdo «congregados todos en el mismo salón; leídos los oficios expresados; discutido y meditado detenidamente el asunto, y oído el clamor de "¡Viva, Crítica en Línea la independencia!"» Por eso algunos historiadores sostienen que la agitación del pueblo de parte de María Dolores Bedoya contribuyó a que se proclamara la independencia centroamericana. Y por eso en algunas ciudades centroamericanas, en la víspera del 15 de septiembre, los niños celebran un desfile con faroles iluminados.

Quiera Dios que así como en el siglo diecinueve el aludido jefe Político Gabino Gaínza, último gobernador español en Centroamérica, no sólo firmó el acta, sino que logró que las autoridades españolas aceptaran la nueva situación pacíficamente, sin que tuviera que derramarse sangre en batalla alguna, también nosotros en el siglo veintiuno sofoquemos pasiones individuales y busquemos la paz. Pues si buscamos la paz y la seguimos, sostiene San Pedro, podremos «gozar de días felices».



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