Fue una larga, tenaz y cruenta batalla en alta mar. Duró tres horas. La mitad de las tropas combatientes murió. La otra mitad, por milagro, salvó la vida.
No fue una guerra entre dos fuerzas enemigas. Fue una batalla en el mar de Australia entre un joven pescador de diecisiete años, Ian Talbot, y un enorme pez espada de 150 kilos. En el último estertor de su vida, el pez saltó sobre el bote de Ian y, aunque ya estaba muerto, en el salto su espada quedó clavada en el pecho del joven. Le erró al corazón por apenas dos centímetros.
La vida es toda una embarcación. Y tal como las embarcaciones literales, también tiene sus percances.
Nadie, por más adinerado que sea, por más aristocrático, por más sabio, por más bueno, por más justo, se libra de las tormentas que se forman en el mar de esta vida. No será una lucha con algún pez espada como la del joven Ian, pero sí puede ser una lucha con alguna enfermedad incurable, o algún desastre económico, o alguna tragedia familiar o algún vicio destructor. Todos estamos en constante peligro de sucumbir ante la furia del turbulento mar que quiere hacer naufragar el barco que es nuestra existencia.
Nunca hay que dejar a Dios fuera del barco. Ian Talbot, junto con su padre y dos tíos con quienes navegaba, se dispuso a tener todo un día de pesca en alta mar. Iba a ser un día festivo, de esos en que uno nunca se imagina que va a necesitar a Dios. Pero nadie sabe cuándo puede ocurrir el desastre, y aunque el día parezca festivo, placentero y feliz, es un craso error dejar a Dios afuera.
A Cristo debemos tenerlo como Compañero constante todos los días de nuestra vida. Debemos, en cada instante de nuestra existencia, saber que Él está a nuestro lado, no sólo para rescatarnos de cualquier peligro sino para manifestarnos su amor como amigo íntimo.
Él ciertamente puede librarnos de pequeños y grandes percances, pero su amistad y comunión valen mil veces más que un salvavidas. Debemos tenerlo siempre a nuestro lado como Dueño, como Señor, como Consejero y como Amigo. Sometamos nuestra vida al señorío de Cristo. Él quiere ser nuestro Compañero, nuestro Señor y nuestro Salvador.