Los pueblos del interior de la República, en su crecimiento poco vigoroso se mueven perezosos con la parsimonia de las palmeras, en acompasado y malicioso silencio, colaborando con el viento vacilante, delator de las caricias de su follaje esplendoroso. Esto se debe a la pobre ayuda oficial y a la arcaica y decadente rustiquez que desluce nuestras zonas rurales. Santiago de Veraguas, nuestro pueblo natal, empezó siendo el débil y menguado poblacho, emplazado en el seno de la llanura central, legado del valeroso conquistador español, Diego de Albites que, en singular y denodado desafío se fajó con el indomable e invencible indio Urraca, mensajero del trueno, sometiéndolo, colocándoles grilletes en los talones y esposas en las muñecas, símbolo de la esclavitud colonial.
Y el caserío se fundó, un lluvioso día, por las huestes del maravilloso adalid blanco, el 25 de julio de 1620. Cónicas chozas de pencas, construidas en desorden, caracterizaron la urbanística del novel villorrio de calles empedradas y estrechas, en espera de las prebendas futuras; olvidada por los cartógrafos de la época, divorciada de todo género civilizador. Poco a poco se incorporaron a la sociedad inmigrantes de familias procedentes de otras latitudes que se fueron sumando al fogoso y apurado mestizaje, en procura del acontecimiento plenamente sublime. El tiempo fue testigo competente para que la respuesta se diera, las razas se amalgamaron en el coqueteo beso nupcial, emergiendo de las entrañas de la oscuridad lo que palpamos hoy, la suntuosa e inigualable ciudad magistral, cuna de caballeros de ilustre prosapia. El eminente visionario, Juan Demóstenes Arosemena, le asestó la poderosa inyección, (año 1939) fundando la Escuela Normal de Santiago, incentivo de poder que la tornó en la bulliciosa ciudad provincial.
Fundido en el entorno, seguí el ejemplo de un considerable número de intelectuales que fueron mis maestros en una adolescencia asediada de fuertes fustigaciones.