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Una morgue ambulante

Por: Hermano Pablo | Reverendo

El doctor Antonio Luis Herrera, médico mexicano de cincuenta y un años de edad, estaba en la habitación de su hotel. Pasó largas horas callado, absorto en sus reflexiones. Acababan de nombrarlo patólogo de la morgue del estado de Washington en la ciudad de Seattle. En cuestión de horas debía hacerse cargo del puesto. Sin embargo, ya hacía mucho tiempo que mostraba señas de estar muy deprimido.

A la hora señalada el doctor Herrera llegó a la morgue, pero no en calidad de patólogo. Porque antes de la ceremonia de toma de posesión, sin dejar ninguna nota escrita, se suicidó lanzándose de la ventana de uno de los pisos superiores del hotel.

La ironía de este suicidio es que los médicos que iban a ser sus colegas en la morgue fueron los que tuvieron que hacerle la autopsia. Como amigos suyos que eran, lo habían notado deprimido, pero jamás se imaginaron que su estado de ánimo era tal que lo llevara a suicidarse.

Si aquellos médicos forenses hubieran podido hacerle una autopsia emocional y no sólo física, sin duda habrían descubierto que el doctor Herrera ya hacía tiempo se había convertido en una morgue ambulante. Es que la palabra "morgue" es un galicismo para designar el lugar que en español llamamos "depósito de cadáveres", y en este caso el suicida mismo era un depósito de cadáveres. Caminaba, comía, trabajaba y hasta charlaba con sus amigos; pero por dentro era un depósito de ilusiones muertas.

Quizá su depresión se debiera a un grave desencanto amoroso, a una tragedia conyugal. Quizá se debiera a una angustia existencial, como la que sufren tantos intelectuales al ver cómo la injusticia se convierte en una epidemia universal. Quizá se debiera a una gran desilusión religiosa, como la que sufren muchos cuando se dan cuenta de que lo que han creído y defendido toda su vida a capa y espada es una farsa.

En todo caso, cualquiera que fuera la causa de la morgue que el doctor Herrera llevaba por dentro, ese depósito mortal delataba la ausencia de lo que más le faltaba: la presencia de Jesucristo. Pues cuando Cristo colma con su presencia el corazón, la mente y la vida de una persona, no hay razón alguna para contemplar el suicidio.

Una vez que le damos franca entrada, Cristo se convierte en el compañero con el que vivimos cada día, en el amigo con el que conversamos cada instante.

Cuando contamos con la presencia de Cristo no tememos a la muerte, ya que Él es la Vida misma.



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