El juez israelí Jacob Bar Zeev era popular por los juicios salomónicos con que solía amenizar su juzgado. A un hombre que tenía muy mal genio y era muy ingrato con su esposa lo condenó a llevarle a ella, durante un año entero, un ramo de rosas cada sábado o día de reposo semanal judío.
Después condenó a un árabe, que se enojó muchísimo porque su esposa se había comprado un vestido sin su permiso, a comprarle a la señora un vestido nuevo cada mes. De ese modo fue impartiendo fallos, obligando a nietos a felicitar a sus abuelos en sus cumpleaños, a hijas desamoradas a escribirles a sus padres, y a ciudadanos morosos a acordarse de la patria y pagar los impuestos que debían.
La iniciativa de ese juez es simpática. Ojalá todos los hombres casados le regalaran flores a su esposa de vez en cuando. Ojalá todos los nietos fueran mas cariñosos con sus abuelos, todas las hijas lo fueran con sus madres y todos los ciudadanos con su patria.
No obstante, la cortesía impuesta por decreto, el amor obligado por la ley, y la bondad y amistad forzadas carecen de valor verdadero. Hace seis mil años que el hombre se ha estado imponiendo leyes de cortesía, de bondad, de gratitud, de caridad y de amor, y sin embargo el mal del mundo sigue igual.
Si los mandamientos y la ley sirvieran de algo, hace tiempo que la ley de Moisés hubiera perfeccionado a la humanidad. Pero la Biblia dice que la ley no perfeccionó nada (Hebreos 7: 19). Aunque ella misma fuera perfecta, la verdad es que la ley no perfeccionaría nada porque lo que está mal es el corazón humano.
Es inútil que se prescriba la fidelidad, la castidad, la honradez en los negocios, la veracidad y la misericordia si el corazón humano, fuente de la vida, está contaminado y corrompido. Limpiemos, pues, la fuente de la vida, purifiquemos y perfeccionemos el corazón, y entonces, libre, fácil y espontáneamente, correrá de nosotros una fuente de vida limpia y cristalina.
Sólo Cristo hace limpio el corazón. Sólo Cristo lo transforma y, junto con Él, nuestra vida entera.