En mi columna titulada "Buses viejo, un dolor de cabeza", escrita el jueves 25 de marzo de 2004, advertí a las autoridades del tránsito el estado deplorable y peligroso de la parte mecánica y la carrocería de la flota de buses a la que, el pasajero capitalino llama comúnmente, y con justificada razón, "diablos rojos".
Y además, denuncié con detalles la maniobra de los propietarios de buses y el gobierno, de maquillar estas máquinas rodantes mortíferas para subir el pasaje a 25 centésimos.
El pasado 28 de julio, mis temores se cumplieron. Dos ciudadanos inocentes que iban a trabajar perdieron sus vidas debajo de las llantas de uno de estos armatostes de muerte, mientras esperaban en una vereda del sector de Santa Marta, distrito de San Miguelito.
¿Quién corre ahora con los daños ocasionados a dos familias de origen humilde, a quienes sólo les queda la pérdida irreparable de sus seres queridos?
¿Cuántas veces la opinión pública ha pedido un alto definitivo al comportamiento irregular de los conductores de buses, sin que sus voces sean escuchadas y las autoridades del tránsito sólo acudan momentáneamente a aplicar medidas tibias por unos cuantos días?
¿Tendrá que morir gente pudiente, adinerada y políticos con influencia en las altas esferas gubernamentales, para que la ciudadanía vea un cambio positivo en el sistema de transporte colectivo?
¿Dónde están la capacitación y los uniformes para los conductores, prometidos en la Ley 14 que regula esta materia?
La vida de sus semejantes y los daños frecuentes a la propiedad privada y pública, parecen no ser motivo de preocupación para quienes, desde el gobierno y la empresa privada, lucran de un servicio cada vez más deficiente y a veces, criminal.