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Pasiones personificadas

Hermano Pablo | Reverendo

Era una interesante partida de naipes. Los cuatro jugadores estaban absortos en el juego. Sobre el tapete, junto con los naipes, había botellas de alcohol que bebían de continuo.

No era el tradicional tapete verde de los casinos. Era un tramo de las vías del ferrocarril que va de Los Ángeles a San Diego, California. Tan interesante era la partida, y tan obsesionados estaban los cuatro hombres, que no vieron venir el tren. Tres de ellos quedaron muertos en las vías. Sólo uno escapó con vida suficiente para dar razón del accidente.

He aquí un caso que a uno le parecería mentira si no fuera rigurosamente cierto. Cuatro hombres, todos ellos hispanos transeúntes, de los que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos para encontrar trabajo, se sientan en las vías del tren a beber tequila y a jugar a las cartas. Tan absorbente es la partida de naipes, y tan fuertes las libaciones de alcohol, que se les olvida por completo dónde están y el peligro que corren, y no oyen la estridente sirena del tren.

La pasión por el juego es como todas las otras pasiones que conturban el alma humana: absorbente, dominante, obsesionante. El jugador, así como el bebedor, el drogadicto y el fumador, una vez que empieza y se deja ganar por la pasión, pierde la personalidad, pierde la conciencia, pierde la moral y pierde la razón. Ya no es una persona apasionada sino una pasión personificada. Y esa pasión se convierte en una obsesión que aprisiona y no suelta hasta que mata, como los tentáculos de un pulpo gigante, o las fauces de un cocodrilo colosal o, variando el símil un poco, como una corriente eléctrica de mil voltios.

Las pasiones del alma son eso precisamente: antropófagos que aprisionan y no sueltan, y que se van alimentando de la misma carne que están matando. Son como el cáncer, que se alimenta de células sanas del cuerpo y las va convirtiendo en células malignas hasta que la víctima sucumbe, y como el SIDA, que adormece, neutraliza y desarma las defensas del organismo al que ataca.

Sólo Jesucristo puede librar a la humanidad de sus pasiones mortíferas. Arrojémonos en sus brazos, y en un paso de fe y un acto de entrega voluntaria total, rindámonos a Él.



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