Esa tarde en Taboga, en el aposento alto de la vetusta casa de aquellos tíos nonagenarios, el muchacho encontró un cajón de muerto pegado a la pared, con espejo y todo enfrente, como si fuera una peinadora. Casi abandona la búsqueda de las fotografías. Había subido a escondidas y apenas tuvo tiempo de taparse la boca con las dos manos, para que no se le escapara el grito de terror que se le formó en la panza y buscó camino de salida. No quería que supieran que estaba ahí, robando recuerdos de su padre, a quien no conoció. Alcanzó a mirarse los ojos de loco en el espejo, con la cara atrapada por sus garras desesperadas, e intentó calmarse. Fue difícil. Jadeó. Contó de cien para atrás. Contempló el techo carcomido, pero seguía pensando en la muerte. Se dijo que era un ataúd y punto, que no temiera, que lo más seguro era que no había un difunto dentro
-quizá-. Volvió a cubrirlo con los trapos que él creyó eran residuos de un mantel, y se alejó, buscando aire en el balcón que crujía, a punto de caerse, lo mismo que la escalera de caracol derruida y convulsa que lo llevó hasta la parte superior de la casona.
¿A quién se le ocurría tener un féretro dentro de la casa? Los tíos ya estaban viejos, es cierto, a punto de entonar los compases finales de la canción de despedida; pero le pareció de muy mal gusto tener reservado un sarcófago para el primero que se quedara si aliento. ¿Y si no era uno solo? ¿Y si había un segundo cajón en otro lugar de la casa? La idea terminó de paralizarlo. Los ataúdes siempre le disgustaron mucho desde aquel día que sus amigos lo encerraron en uno.
Pero pudo más el deseo de conseguir esas fotos. Eran muy viejas, de principio de los cincuenta, y en unas se veía a su padre con camisa de flores cantando en una orquesta; de saco y corbata en otras, rodeado de mujeres engalanadas y rimbombantes, tomando tragos en la amplia terraza de lo que debió ser un hermoso palacete de playa -ese mismo caserón moribundo donde estaba el muchacho ahora-; sonriendo con veinticinco años al menos, lleno de vida, dueño y señor de la fiesta, centro de atracción por ser un artista famoso de la radio.
Entró en la habitación otra vez. Miró hacia el rincón del ataúd, con el miedo atorado en la garganta seca. Le temblaron los pies, pero avanzó. Revolvió más aún el cuarto pobre y abandonado, oloroso a madera apolillada e insecticida. No encontró más que algunas hojas de oficio donde constaba la hipoteca de la casa (¡fechada en los años treinta!), trastos viejos y mucha ropa que debió entrar en desuso -pensó- hace siglos.
No encontró las fotografías ni el otro féretro. Decepcionado salió por la parte trasera de la casa y caminó hasta la playa, donde la novia lo esperaba nerviosa, porque sabía de la misión clandestina. Él contó con pocas palabras lo ocurrido, y ella se burló de su miedo, pero detuvo la risa cuando vio que él lloraba.
-¿Por qué lloras?- Quería más que nada en el mundo esas fotos - dijo él-. Y entonces se levantó pensando que la vida se nos va y toda la alegría de las fiestas, y las noches con las orquestas, las corbatas bonitas y las mujeres rimbombantes se las lleva el viento, y sólo queda un viejo caserón con un cajón de muerto dentro. Se hizo una ablución con agua de sal en la cara, y se clavó en la ola. La novia nadó hasta él e hicieron el amor. |