HOJA SUELTA
“Putas”

Eduardo Soto P.
Eran dos. Una más alta que yo, morena, de largas piernas y ojos de cristal negrísimos, como mar de noche bajo un cielo sin luna, detrás de una pequeña nariz color del pan. Me gustó su cabellera, abundante y olorosa, con manchas pardas y negras, atrapada bajo una bincha de carey. De la otra recuerdo poco: era contestona (casi enfadada, como que no quería estar ahí), y venía enfundada en un traje rojo corto, estrecho, del que salían portentosos un par de muslos que parecían tallados en mármol negro. El cuello lo traía oculto bajo diez manos de talco barato, que brillaba en la oscuridad del bar del hotel, contrastando con el mate oscuro de su piel. Eran universitarias... y putas. Estudiaban el último año de administración de empresas, y el cuerpo lo vendían una que otra vez para redondear el presupuesto. Una, no recuerdo cuál, tenía un hijo de 3 años, a quien dejó llorando después de darle un beso bajo el quicio de la puerta en la casa cuando la fui a buscar. Fue en el occidente del país. Allá fuimos a parar para terminar una gira agotadora por el interior. Antes de llegar llamé a un amigo periodista para pedirle que organizara una fiesta: ron, música y compañeras para bailar “hasta que salga el sol”. Y se sacó de debajo de la manga estas muchachas que me estrellaron en la cara la dura realidad de muchas mujeres panameñas. Se iban con nosotros, “para lo que sea (...) sólo quieren 40 dólares cada una”, me dijo el colega. Muchas de nuestras mujeres, más de las que toleraríamos los panameños, venden su cuerpo para comer. El día que la reportera Minerva Bethancourt y yo fuimos a entrevistar al proxeneta Aníbal, él nos dijo -con su cara de palo- que las mujeres que controla siempre le piden ayuda “para la comida (...) muy pocas se acuestan con un hombre por gusto (...) todas quieren plata”. Pero ¿Usar niñas? ¿Qué pena le cabe a quien las induce? ¿Y quién se acuesta con ellas? Dos personas me llamaron para decirme que tenían todos los datos sobre el último escándalo, que sabían identidades, y una hasta me confesó que su hija de 16 años estuvo vinculada. Cuando pedí que me hablaran frente a frente, con la grabadora encendida, ambas respondieron lo mismo: “no quiero problemas (...) no me quiero meter en eso”. Le tienen miedo a la gente que está detrás de todo esto... y el miedo engendra silencio.
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