Jesús pronunció la bendición al comer la Pascua con sus discípulos. No se trataba de una simple oración. Así lo hizo en nombre de su padre. Cantó la bendición por todos sus favores y luego partió el pan para ellos. Y eso mismo hace cada día con nosotros. Nos invita a su cena pascual que ahora celebramos en la eucaristía, en la cual confesamos las bendiciones que hemos recibido de nuestro Padre, sobre todo el más grande de todos sus regalos: nos dio a su Hijo, y nos lo dio hasta la muerte. El que no perdonó a su Hijo, antes bien lo entregó al a muerte por nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente junto con Él todas las cosas? (Rom 8, 31-32).
Dice Santo Tomás de Aquino que, cuando damos un regalo a un amigo, queremos significarle que ansiamos darnos completamente a nosotros mismos; pero, como siendo humanos y pequeños no podemos regalarnos enteramente, le damos un obsequio en señal de nuestros deseos. Pero Jesús es Dios. Él no sufre de nuestras pequeñeces, Él se da realmente; no nos regala sólo la señal, sino a sí mismo. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
"Esto es mi cuerpo entregado" (Lucas 22, 21)
Desde su encarnación, el Hijo de Dios comenzó su sacrificio a su Padre por nosotros y ese mismo Jesús que se entregó al Padre desde su encarnación hasta la muerte, se sigue ofreciendo a Él por nosotros, resucitado "a la derecha del Padre"; y se sigue ofreciendo también a nosotros para llevarnos al Padre: "Tomen y coman, esto es mi cuerpo". También durante toda su vida pública regaló toda su persoa: su tiempo, sus deseos, sus afectos, sus acciones a todos los seres humanos, hasta a los más pequeños, y se me sigue dando hasta la vida eterna en la gloria.
"Esta es mi sangre derramada" (Mateo 26, 28)
Para un hebreo, la sangre era el símbolo de la vida.