¡Hijo mío! Quiero hablarte
mientras te encuentras dormido...
He sido duro contigo.
Hoy mismo, por la mañana,
te regañé al haber visto
que no lavabas tu cara
con jabón.
Y seguí, al desayuno,
en el mismo son reñido:
Que la comida caía
fuera del plato servido;
que engullías, y situabas
en la mesa tus coditos,
untando la mantequilla
a trozos.
... Después, ¿te acuerdas?, estando
yo leyendo, entraste tímido
con el temor y la súplica
en tu rostro pintaditos.
Te dejé con la mirada
como clavado en el piso.
«¿Y qué tú quieres ahora?»,
dije casi en un gruñido.
Sin responderme, lanzaste
a mi cuello tus bracitos.
Me besaste con ternura
y arrebatado cariño,
con ése que Dios ha puesto
en tu corazón de niño;
y que no hay indiferencia,
ni dureza ni castigo
que lo enfríen...
¡Yo seré desde mañana
para ti lo que he debido
ser siempre: tu compañero,
tu padre amable y tu amigo!
Sufriré cuando tú sufras
y me alegraré contigo,
y no haré más que decirme:
«Es un niño pequeñito.»
Estos versos que escribió el poeta cubano Luis Bernal Lumpuy basándose en una narración en prosa del autor Livingstone Larned nos llevan a reflexionar sobre la genuina paternidad responsable. No nos limitemos a reconocer que somos padres de nuestros hijos como si les estuviéramos haciendo el favor de darles apellido. Más bien, reconozcamos que son una herencia del Señor, y aceptémoslos con todas sus imperfecciones. Paradójicamente, nuestro Padre celestial no sólo nos acepta de la misma manera a nosotros, sino que nos exige que cambiemos y nos volvamos como nuestros niños para que entremos en el reino de los cielos.