Las grandes dolencias mundiales no siempre son obras de la casualidad, muchas veces nuestra decidia contribuye poderosamente a que apuremos la toma tóxica que desata la calamidad que involucra el sacrificio solemne. Dejar todo para mañana pensando que el vecino será el baluarte en la solución de los sensitivos padecimientos que nos aquejan, es una evidente postración social.
La agricultura es la actividad lucrativa por excelencia donde encontramos la fuente inagotable de riquezas que mueven el cuerpo de personas y animales, produciendo la motivación orgánica sobre el planeta. Pero esta laboriosidad se ha convertido en corona de espinas sobre las sienes de los habitantes de la tierra, nadie la desea desempeñar por los sacrificios que ella entraña.
Las alzas del petróleo mantiene a estos pueblos del tercer mundo en medio del tres y el cuatro y yo me pregunto, ¿cómo comíamos antes? ¿El maná bajaba del cielo? Mentira, y todos lograban alimentarse, tal vez mejor que hoy, porque los nutrientes eran genuinamente naturales, sin insumos ni químicos aceleradores del crecimiento.
La tierra se empobrece a causa de las prácticas desleales concernientes a su trato, lógica absoluta que se traduce en carestía aglomerada a un ritmo imprudente, en ofrecimiento de productos raquíticos y descoloridos. Con la furia de un suplicio inexplotable se presentan las plagas, lucidoras de las fuerzas imposibles de detener, diezmando la lozanía de los sembrados.
El incontrolable crecimiento de la población con futuros alérgicos para agachar el lomo en el campo donde se esconden los recursos provechosos, abundan en números alarmantes confiscada por la pereza y el desgano, dependientes en su ración alimentaria de lo que producen los demás países del primer mundo. Es preferible ser vago que trabajar la agricultura, lo abstracto pondera más que lo tangible, en los pueblos donde prevalecen las ilusiones fútiles.