Una vieja rezadora de mi infancia, quien olía a pabilo y cera de tanto prender velas en la iglesia, se sabía la Biblia de ida y vuelta, pero tenía más y mejores cuentos de fantasmas y demonios.
Nació en Coclé, y llegué a pensar que bien podría ser prima hermana de la tulivieja, el chivato, la tepesa, la llorona, la niña del salto del pilón, el padre sin cabeza, o el duende Jacinto, porque hablaba de ellos con tal erudición y confianza, que hacía creer que jugó con ellos compañerito pío-pío en los campos antoneros cuyo recuerdo tanta nostalgia le causaban.
Tenía hijos. Eran tres muchachos asustadizos y con alma de agua bendita con quienes compartí la niñez. De ellos aprendí que cuando se va la luz, el diablo saca a pasear a su enorme perro de negro pelaje y ojos rojos. Ellos heredaron las historias que hablaban de brujas silbadoras y pájaros malditos, y aseguraban que cuando bruja y pájaro se quejaban en el campo, mientras más lejos se oía el siseo o el canto, era porque más cerca estaba el momento que se te aparecería Satanás para darte un paseíto por el infierno.
Todos ellos creían ciegamente en esos cuentos, y decían tener en la familia los testimonios más fantásticos sobre gente que, por ejemplo, se había perdido en una trocha del interior, y que por más que intentaban volver al camino tantas veces recorrido, alguna "presencia superior" se lo impedía. El "embrujo" se conjuraba, decían, únicamente poniéndose la ropa al revés. Eso me hizo pensar que a las brujas no le gusta la gente mal vestida.
Para no ser injusto diré que en paseos que hicimos a la serranía, pasé momentos de paz y aprendizaje que no cambiaría por nada; a pesar que no me dejaban bañarme en el río después de las seis de tarde, ni subirme a un árbol de tamarindo en Viernes Santos, y pasé las largas noches sin dormir, ya que prefería estar despierto cuando se asomara por la ventana algún bicho sacado de la mitología familiar.
Cuando crecí dejé de creer en aparecidos; el miedo por los fantasmas cedió espacio a la certidumbre de que los vivos hacen más daño que los muertos, por la sencilla razón que los difuntos ya no se afanan por competir, debido a que tienen lo que muy pocos terrícolas logran en vida: casa propia, buena cama y vacaciones perpetuas.
Por eso es bueno no creer en espectros... díganle eso de mi parte a Balbina y Martín. |