Era su obra de arte, su obra maestra; la que le daría fama y quizá fortuna; la que sería envidia de sus colegas y le haría ganar una medalla en la exposición. Y Charles Doak, fabricante de dulces y caramelos de Carolina del Norte, blandió el gigantesco caramelo de dos metros de largo y diez kilos de peso. Nadie había fabricado uno tan grande.
Esa misma noche un ladrón entró en su fábrica. Tomó en las manos el caramelo, lo esgrimió como un garrote y con él le abrió la cabeza a Charles Doak. Luego le introdujo una bolsa de azúcar en la garganta y lo asfixió. El hombre murió entre dulces, golosinas, caramelos, esencias, mieles y glucosas. "Fue casi una muerte dulce", comentó el periódico.
El chiste resulta macabro. Que a Charles Doak lo hayan matado con su caramelo gigante, y haya muerto dentro de su fábrica de golosinas, no le hace la muerte dulce. Fue una muerte amarga, como todas las que produce un asesino sin conciencia.
La muerte, en general, no es dulce. La muerte es la paga del pecado. Es el triste final de algo que Dios creó.
La muerte es el cese de toda oportunidad de cambio. Es la terminación de toda decisión y opción. Es la finalización del uso de nuestra voluntad. Como castigo de la desobediencia y punto final de la vida, la muerte no puede ser algo dulce. Es más bien el trago más amargo y ácido de la pobre existencia humana. Aunque se muera sumergido en un tanque de miel y atiborrado de azúcar, la muerte no es dulce.
No obstante, la muerte puede ser serena, plácida, tranquila. Puede ser calmada, reposada y aun sonriente. Si se muere con Cristo en el corazón, hay paz, seguridad y esperanza. El que muere en Cristo sabe que, cuando cierra los ojos en este mundo, los abre de inmediato en la eternidad, frente a Cristo, a fin de disfrutar de su presencia para siempre. La muerte del seguidor de Cristo sí es dulce, porque es vida y gloria eterna. Para que eso ocurra sólo tenemos que estar en paz con Dios mientras estamos vivos. Hoy es el día de salvación. Hoy es nuestro día de esperanza.